martes, 29 de mayo de 2007

El Adiós

20 de mayo, 2007:

Era un día nublado, cuando me encontré caminando por el campus. Me senté en una banca frente a la explanada de la Universidad, maestros y alumnos de repente dejaron de transitar y me encontré solo. El día estaba húmedo. Revisé la hora en mi móvil y me di cuenta que ya serían cerca de las once de la mañana, le marqué a Lidia para ver si podía tener la oportunidad de platicar con ella. Se encontraba durmiendo, y me dijo que no había problema en haberla despertado, pero con respecto a la plática, me dijo que nos veríamos en la Universidad por la tarde, cerca de las cuatro o posiblemente después de las diez de la noche. Cuando finalicé la llamada, como si hubiera detenídose el tiempo, maestros y alumnos, servicio de limpieza y guardias, empezaron a circular en la Universidad. Me quedé un rato más en la banca esperando posiblemente una señal que me dijera que era hora de marcharse. La brisa marina estaba fresca, y de repente me hizo recordar un aire de soledad, un recuerdo que me hizo recapacitar que estaba solo en ese lugar.

En tal recuerdo, me vi apreciando el paisaje de Tonalá en la cima del cerro de la Cueva de las flores. No se por qué, pero recordé todos esos suce­sos como si hubieran pasado hacía un instante. Estaba con mi benefactor y yo estaba gritando a todo pulmón. Al terminar mis gritos, mi soledad era algo inexpre­sable. Estaba llorando desconsoladamente. Mi benefactor me explicó con gran paciencia que la sole­dad es inadmisible para un mescalero. Dijo que los mescaleros pueden contar con un ser sobre el cual pueden enfocar todo su afecto, todo su cariño; el mismo ser que permite a los mescaleros emprender el viaje definitivo.

"No soporto la idea de que se vaya". El sonido de mi voz y lo que había dicho me aver­gonzó. Cuando empecé a sollozar involuntariamente, de­bido a mi autocompasión, me sentí aún peor. "¿Qué me pasa? No soy así de costumbre".

"Lo que te pasa es que tu conciencia está de nuevo al nivel de tus talones", me replicó, riéndose.

Entonces perdí el último ápice de dominio y me en­tregué por completo a mis sentimientos de decaimiento y desesperanza.

"Me voy a quedar solo. ¿Qué va a pasar conmigo?"
"Veámoslo de esta manera. Para que yo deje esta tierra y me enfrente a lo desconocido, necesito de toda mi fuerza, de todo mi dominio, de toda mi suerte; pero sobre todo, necesito cada ápice de los cojones de acero de un mescalero. Para quedarte aquí y pelear como un mescalero necesitas todo lo que yo mismo necesito. Aventu­rarse allí afuera adonde vamos nosotros no es broma, pero tampoco lo es quedarse aquí".

Tuve un arranque de emoción y lo abracé fuertemente.

"¡Ya, muchacho! ¡No más falta que me hagas un pinche altar!"

La angustia que me sobrevino cambió mi estado de autocompasión a un sentimiento de pérdida sin igual.

"¡Se va usted! ¡Se va para siempre!"

En aquel momento mi benefactor me hizo algo que me había hecho repetidas veces desde el día en que lo cono­cí. Se le infló la cara como si el profundo suspiro que to­maba lo hubiera inflado. Me dio un toque fuerte en la espalda, con la palma de su mano izquierda y dijo: ¡Levántate de tus talones! ¡Levántate!

Al instante, estaba yo de nuevo coherente, completo, con total dominio. Sabía lo que me esperaba. Ya no ha­bía vacilación por mi parte, ni preocupación por mí mis­mo. No me importaba lo que me iba a pasar cuando se fuera. Sabía que su partida era inminente. Me miró, y en esa mirada me lo dijo todo.

"Nunca más volveremos a vernos. Ya no necesitas mi ayuda; y no te la ofrezco, porque si vales como mescalero, me escupirás en la cara por ofrecértela. Más allá de ciertos parámetros, la única felicidad de un mescalero es su estado soli­tario. No quisiera que tú trataras de ayudarme tampoco. Una vez que me vaya, estaré ido. No pienses más en mí porque yo no voy a pensar más en ti. Si eres un mescalero que vale lo que pesa, ¡sé impecable! Cuida tu mundo. Hónralo; vigílalo con tu vida".

Se alejó de mí. El momento estaba más allá de la autocompasión o de las lágrimas o de la felicidad. Mo­vió la cabeza como para despedirse o como si recono­ciera lo que yo sentía.

"Olvídate del Yo y no temerás nada, no importa el nivel de conciencia en que te encuentres", me dijo.

Tuvo un arranque de levedad. Me hizo una última broma sobre esta tierra: "¡Ojalá encuentres amor!", me dijo.

Levantó su palma hacia mí y estiró los dedos como un niño, contrayéndolos luego contra la palma. "Adiós".

Sabía que era inútil sentir tristeza o lamentarme y que era tan difícil quedarme como para él irse. Los dos estábamos dentro de una maniobra energéti­ca irreversible que ninguno de los dos podía detener. Sin embargo, quería unirme con mi maestro, seguirlo a donde fuera. Se me ocurrió la idea de que si me moría él me lle­varía con él.

Entonces vi cómo el benefactor caminó al interior de la cueva y desapareció en la niebla de aquel cerro. Vi cómo se convertía en un globo luminoso y ascendía y flotaba encima del cerro de la Culebra como luz fantasma en el cielo. Dio una vuelta sobre la cima del cerro tal como había dicho que lo haría; su última vista, la que es sólo para sus ojos; su últi­ma vista de esta tierra maravillosa. Y luego se desvane­ció.

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