martes, 29 de mayo de 2007

Doña Alvina

16 de mayo, 2007:

Me siento deprimido. No logré definirme para poder unirme a mi doble y así confrontar a Lidia. Las horas están pasando, y lo único que he logrado es confesarle lo que siento a través de la maldita internet. No me siento bien, me siento enfermo y estúpido. Lástima que nadie de esa gente que siempre se me aparece, está en estos momentos para que me reprochen. Aunque la voz de mi interior me dice que es natural que lo haga. Estoy realmente desesperado.

Al final del día, y estar dando vueltas por mi habitación, opté por recostarme en la cama y poner mi música para pensar en cosas de la Universidad. Sin embargo, me vinieron a la mente reminiscencias. Extraños encuentros que pienso son un sueño, sin embargo, cuando veo a estos seres, siento que todo ha sido real. En fin... Recordé que un día mi benefactor y don Celestino me dejaron a la puerta de la casa de Yolanda. Ella me dijo que entrara, porque doña Alvina me esperaba en el interior.

"Es un honor conocerla". Le dije a la mujer que me esperaba en el corredor, y además fue lo primero que se me vino a la mente.

"Yo soy Alvina..." Se presentó y acto seguido, nos miramos en silencio. Me había quedado estupefacto. Mi estado de conciencia estaba más agudo que nunca. Y jamás he vuelto a experimentar una sensación comparable.

"Qué nombre tan bello". Pude decirle con una voz quebrada, pero quería decir mucho más que eso.

El nombre no me parecía raro, simplemente no había conocido a nadie, hasta ese día, que fuera la esencia de ese nombre. A la mujer que se hallaba frente a mí le quedaba como si lo hubieran hecho para ella, o quizás era como si ella hubiese he­cho que su persona encajara en el nombre. Me percaté que doña Alvina es físicamente idéntica a Yolanda, a excepción de que doña Alvina parece tener más confianza en sí misma, y más autori­dad. Es muy alta y esbelta (de acuerdo con mi estatura). Tiene la piel clara; de ascendencia española, o quizá francesa. Es ya de edad, y sin embargo no es débil ni avejentada. Su cuerpo es ágil, flexible y delgado. Piernas largas, rasgos angu­lares, boca pequeña, una nariz bellamente esculpida, ojos oscuros, cabello trenzado y completamente blanco. Ni papa­da ni piel colgante en el rostro y cuello. Es vieja como si la hubieran arreglado para parecer vieja.

Al tener este recuerdo (de manera retrospectiva) de mi primer encuentro con ella, me viene a la mente algo completamente sin relación pero a propósito. Doña Alvina (en mi juicio subjetivo) es como la primera imagen de una actriz de cine, una muchacha maquillada para verse vieja.

"¿Qué es lo que tenemos aquí?". Me preguntó, pellizcándome. "No pareces gran cosa. Flojo. Lleno de pecadillos chiquitos y unos cuantos grandes, ¿eh?"

Su franqueza me recordó a la de Lidia, al igual que la fuerza interna de su mirada. Se me había ocurrido, revisando mi vida con la imagen de Lidia, que sus ojos siempre estaban en reposo. Era imposible ver agitación en ellos. No es que los ojos de Lidia fueran bellos. He visto que sean ojos deslumbrantes, pero nunca había descubierto que digan algo como los de Lidia. En cambio, los ojos de doña Alvina, me daban la sensación de que habían visto todo lo que se puede ver; eran serenos, pero no dulces. La excitación en esos ojos se había hundido hacia dentro y se había convertido en algo que sólo puedo describir como vida interna.

Doña Alvina me llevó a través de la sala hasta un patio techado. Nos sentamos en unos cómodos sillones. Sus ojos parecían buscar algo en mi cara.

"¿Sabes quién soy yo y lo que se supone que debo hacer contigo?"

Le dije que todo lo que sabía acerca de ella, y su relación conmigo, a lo que mi benefactor había bosquejado. En toda mi explicación la traté de doña Alvina. Aunque no creo dejar de hacerlo, porque siente respeto hacia ella.

"No me llames doña Alvina". Me pidió con un gesto in­fantil de irritación y embarazo. "Todavía no estoy tan vieja, y ni siquiera tan respetable".

Le pregunté cómo quería que la tratase.
"Tan sólo Alvina. En cuanto a quién soy, te pue­do decir inmediatamente que soy una mescalera que conoce los secretos de la contemplación. Y en cuanto a lo que se supone que debo de hacer contigo, te puedo decir que voy a enseñarte los pri­meros siete principios de la contemplación, los tres primeros principios de la regla para los contempladores, y las tres primeras maniobras de la contemplación".

Agregó que para cada mescalero lo normal era olvidar lo que acontece cuando las acciones ocurren en el lado izquierdo, y que me llevaría años llegar a comprender lo que iba a enseñar­me. Dijo que su instrucción era apenas el principio, y que algún día terminaría sus enseñanzas pero bajo condiciones diferentes. Le pregunté si le molestaba que le hiciera preguntas.

"Pregunta lo que quieras. Todo lo que necesito de ti es que te comprometas a practicar. Después de todo, de una manera u otra ya sabes muy bien lo que vamos a tratar. Tus defectos consisten en que no tienes confianza en ti mismo y en que estás dispuesto a reclamar tu conocimiento como poder. El naualli, siendo hombre, te hipnotizó. No puedes ac­tuar por tu propia cuenta. Sólo una mujer te puede liberar de eso".

"Empezaré contándote la historia de mi vida, y, al hacerlo, las cosas se te van a aclarar. Tengo que contártela en pedacitos, así es que tendrás que venir seguido aquí".

Su aparente disposición a hablar de su vida me sorprendió porque era lo contrario a la reticencia que los demás mos­traban por revelar cualquier cosa personal. Recordé entonces (dentro de ese recuerdo) que después de años de estar con ellos, yo había aceptado sus maneras de ser tan indisputablemente que ese intento voluntario de revelarme su vida personal me fue inquietante. La aseveración me puso inmediatamente en guardia.

"Perdón, ¿dijo usted que piensa revelarme su vida personal?"
"¿Porqué no?"

Le respondí con una larga explicación de lo que mi benefactor me había dicho acerca de la abrumadora fuerza de la historia personal, y de la necesidad que tienen los mescaleros de borrarla. Concluí todo diciéndole que mi benefactor me había prohibido terminantemente hablar de mi vida. Se rió con una voz muy aguda. Parecía estar encantada.

"Eso sólo se aplica a los hombres. Por ejemplo, el no-hacer de tu vida personal consiste en contar cuentos inter­minables pero ninguno de ellos sobre tu verdadera identidad. Como ves, ser hombre significa que tienes una sólida historia tras de ti. Tienes familia, amigos, conocidos, y cada uno de ellos tiene una idea definida de ti. Ser hombre significa que eres responsable. No puedes desaparecer tan fácilmente. Para poder borrar tu historia necesitas mucho trabajo. Mi caso es distinto. Ser mujer me da una espléndida ven­taja. No tengo que rendir cuentas. ¿Sabías tú que las mujeres no tienen que dar cuentas?"

"No sé qué quiera decir con rendir cuentas".

"Quiero decir que una mujer puede desaparecer fácilmente. Una mujer puede, si no hay más, casarse. La mujer pertenece al marido. En una familia con muchos hijos, las hijas se descartan con facilidad. Nadie cuenta con ellas y hasta es posible que ellas un día desaparezcan sin dejar rastro. Su desaparición se acepta con facilidad. Un hijo, por otra parte, es algo en lo que uno invierte. A un hijo no le es tan fácil escabullirse y desaparecer. Y aun si lo hace, deja huellas tras de sí. Un hijo se siente culpable por desaparecer. Una hija, no.

"Cuando el naualli te entrenó a no decir una palabra acerca de tu vida personal, lo que él trataba era ayudarte a vencer esa idea que tienes de que le hiciste mal a tu familia y a tus amigos, que contaban contigo de una forma u otra. Después de luchar toda una vida, el mescalero termina, por supuesto, borrándose, pero esa lucha deja mellas en el hom­bre. Se vuelve reservado, siempre en guardia contra sí mismo. Una mujer no tiene que lidiar con esas privaciones. La mujer ya está preparada a esfumarse en pleno aire. Y por cierto, eso es lo que se espera que haga tarde o temprano.

"Siendo mujer, los secretos no me importan un pepino. No me siento obligada a guardarlos. La obsesión por los se­cretos es la manera como pagan ustedes los hombres por ser importantes en la sociedad. La contienda es sólo para los hombres, porque los agravia el tener que borrarse y encuentran maneras curiosas de reaparecer, como sea, de vez en cuando. Mira lo que te pasa a ti, por ejemplo; ahí andas dando lecciones y hablando con todo el mundo.

"No te sientes muy bien conmigo, ¿verdad?". Su pregunta definitivamente me tomó por sorpresa. Reí. Su tono no era belicoso en lo más mínimo.

"Sí"
"Ah, es perfectamente comprensible. Estás acostumbrado a ser hombre. Para ti la mujer se hizo sólo para tu uso. ¿Tú crees que la mujer es estúpida por naturaleza?. Y el hecho de que eres hombre y mescalero te hace las cosas todavía más difíciles".

Me sentí obligado a defenderme. Pensé que era una dama obstinada y quería decírselo en la cara. Empecé muy bien, pe­ro me desinflé casi al instante al oír su risa. Era una risa gozo­sa y juvenil como la de Loreto. Sin embargo, la risa de doña Alvina tenía una vi­bración distinta a la de Loreto. No había ninguna premura, ninguna presión en ella.

"Mejor vámonos adentro. No debe haber nada que te distraiga. El naualli ya te ha distraído lo sufi­ciente, te ha mostrado el mundo; eso era importante para lo que te tenía que decir. Yo tengo otras cosas que decirte, que requieren otro ambiente".

Nos sentamos en un sofá con asientos de cuero, en una ha­bitación con puerta al patio. Me sentí muy a gusto allí. Ella de inmediato comenzó con la historia de su vida.

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