martes, 29 de mayo de 2007

Apariencias

05 de mayo, 2007:

El día Jueves, de ayer, decidí irme caminando a casa, a pesar de que uno de mis amigos se ofrecía a darme un aventón hasta mi colonia. Ya me estaba acostumbrando a caminar en la oscuridad, sin embargo, no a que me asustaran. Esta vez tuve la visita de la chica que se encargó de reestablecerme o de "armarme" (según ella) en la casa de Pablo. Su nombre es Yolanda. Una chica de mi misma edad. Al parecer, entrenada al mismo tiempo que yo. Según Yolanda, es mi contraparte femenina. No le quise comprender en ese asunto, puesto que no me sentía de humor en ese instante. Le dije que la "confrontación" que tenía pendiente la había aplazado una vez más.

"¡Eres un imbécil!" Me gritó. Era la clásica actitud de mis "compañeros" los cuales jamás había visto en mi vida, hasta este momento, tras sus repentinas apariciones. Insistí en que no estaba de humor, y de manera escueta le dí las gracias por haberme ayudado a recuperarme. Como si no me hubiese escuchado, Yolanda me dijo que me dejara de estupideces y que empezara a tomar en serio mis tareas, porque era la prioridad para avanzar a través de este camino de espinas.

Le dije que mi tarea era la "confrontación" y punto. Le pregunté si sólo había venido a cazarme para reprocharme que voy lento en mi camino. Me dijo que no. Que simplemente estaba ahí para enseñarme a intentar las apariencias.

"Muchos de los consejos que te han dado la mayoría de los mescaleros, incluyendo nuestro benefactor, se te están olvidando, Fabián..."

Me extrañé que Yolanda supiera mi verdadero nombre. Le pregunté el porqué los demás me habían llamado de distintas maneras.

"Porque tú les dijiste que así te llamabas. Yo en cambio te conozco como la palma de mi mano..."

Le dije que tales comentarios eran trillados. Sin embargo, estaba sorprendido.

"Tu voluntad está disminuyendo, así que para poder administrarla y ahorrarla, necesitas aplicar una apariencia nueva ante la realidad. Necesitamos que te dejes de estupideces y actues de una vez".

Le pedí a Yolanda que me hiciera una demostración... aquella chica hermosa, rió como el aullido de un coyote. La piel se me erizó y me dieron ganas de salir corriendo del campus. Yolanda me tomó del antebrazo derecho y me recordó que yo le había solicitado tal ejemplo.

"Intentar las apariencias es dejar de ser lo que demostramos ser. Lo que eres ahora: un estudiante universitario, te hace encadenar el rol y la actitud ante la gente que te rodea. Por eso te pidieron que te unieras a ellos, no para que los remedes, sino para que te dieras cuenta que debes empezar a ser despiadado contigo mismo".

Fingí no haber puesto atención al comentario. Le pregunté cómo le había hecho para reír de semejante manera.

"No hay tiempo para ello. ¿En qué te gustaría transformarte?"

Le advertí que ibamos de prisa, porque jamás me habían enseñado primero a "doblarme", y claro, recurrir a ese tipo de hazañas sería un paso mortal.

"Siempre te has 'doblado', apuesto que no sabes quién asistió a tus clases, mientras te morías de fiebre en casa de Pablo".

Me quedé sorprendido.

"Mira chico, tu tarea es diseñar una apariencia para que puedas confrontar a la personita".

"¿La que yo desee?"

"La que tú desees, siempre y cuando no la vayas a asustar, porque sería mortal que ella recurriera a defenderse. Morirías instantáneamente. Recuerda que el golpe de la mujer provoca una muerte lenta y certera; no es física, sino es un golpe interno que te hará un agujero y estarás decantando todo tu energía a fuga de agua".

Le dije que no tuviera cuidado. Que ya estaba imaginando en qué apariencia....

"No creas que se trata de un pinche animal. Es tu actitud. Si actúas como tal, ella pensará que eres tal, ¿comprendes?"

Creí que la comprendía con perfecta claridad, y mi mente se tambaleó bajo el impacto de mi comprensión. Yolanda me clavó la vista y me advirtió que tuviera cuidado con cierta reacción que afecta típicamente a los mescaleros: el frustrante deseo de explicar la experiencia de nuestro mundo en términos coherentes y bien razonados. Le pregunté el porqué me decía eso. Me dijo que la apariencia consistía además de nuestra energía, en la definición de nosotros mismos, esto significaba sondearse internamente para descubrir la personalidad que llevamos en el fondo.

"La experiencia de los mescaleros es tan descabellada que ellos acostumbran a contemplarse a sí mismos con ella, haciendo hincapié en el hecho de que somos perceptores y de que la percepción tiene muchas más posibilidades de las que puede concebir la mente".

"¿Percepción?" pregunté y ella frunciendo los labios, me dijo después...

"A fin de protegerse de esa inmensidad de la percep­ción, los mescaleros aprenden a mantener una mezcla perfecta de no tener compasión, de tener astucia, de tener paciencia y de ser simpáticos. Estas cuatro bases están entrelazadas de modo inextricable. Los mescaleros las cultivan a través de su voluntad".

Sentía que la cuestión se dirigía nuevamente al hecho de la "sensibilidad", algo que según Loreto, aún no había logrado dominar. Yolanda dijo que para alcanzar ese tipo de sensibilidad se tenía que "jugar" a intentar las apariencias a través del pensamiento, ya que todo acto realizado por un mescalero es deliberado en pensamiento y realización, y está, por de­finición, gobernado por cuatro principios fundamentales de la contemplación. Los mescaleros usan esas cuatro disposiciones de la contemplación como guías para poder desarrollar tal acto. De pronto, tras la explicación, la chica pareció fastidiada. Le pregunté si era mi actitud desdeñosa lo que le molestaba.

"Explicar es una lata. Nuestra racionali­dad nos pone entre la espada y la pared. Nuestra tendencia es a analizar, a sopesar, a averiguar. Y no hay modo de hacer eso desde el interior de nuestro mundo." Sonrió; sus ojos brillaban como dos puntos de luz.

"Dentro del arte de la contemplación, existe una técnica muy usada por los mescaleros: el desatino controlado. Ellos aseguran que esa es la única técni­ca con que cuentan para tratar consigo mismos en la bóveda solar y con la gente en el mundo de la vida cotidiana".

Nuestro benefactor me había definido el desatino controlado como el arte del engaño controlado o el arte de fingirse completamente inmerso en el acto del momento; fin­giendo tan bien que nadie podría diferenciar esa imita­ción de lo genuino. El desatino controlado no es un engaño en sí, me había dicho, sino un modo sofisticado y artístico de separarse de todo sin dejar de ser una parte integral de todo.

"El desatino controlado es un arte. Un arte sumamente molesto y difícil de apren­der. Muchos mescaleros no tienen aguante para eso, no porque tenga nada de malo, sino porque hace falta mu­cha energía para ejercitarlo".

Yolanda admitió que ella lo practicaba a conciencia, aunque no le gustaba mucho, quizá porque nuestro benefactor había sido muy adepto a ello. O tal vez era porque su per­sonalidad que, según decía ella, era básicamente tortuosa y mezquina simplemente carecía de la agilidad necesaria para practicar el desatino controlado. Ella dejó de hablar y me clavó la mirada.

"Para cuando llegamos a este nivel, nuestra perso­nalidad ya está formada" dijo, encogiéndose de hom­bros como para indicar resignación, "y solamente nos resta practicar el desatino controlado y reírnos de noso­tros mismos.

"Los mescaleros que practican el desatino controla­do creen que, en cuestiones de personalidad, toda la espe­cie humana cae dentro de tres categorías".

"Eso es absurdo." le dije, "La conducta humana es demasiado compleja como para establecer categorías tan simples".

"Los mescaleros dicen que no somos tan complejos como creemos y también dicen que todos per­tenecemos a una de esas tres categorías".

Reí de puro nerviosismo. Por lo común habría to­mado esa afirmación como una broma, pero, debido a la extrema claridad de mi mente y a la intensidad de mis pensamientos, sentí que hablaba en serio. "¿Hablas en serio?"

"Completamente en serio", replicó, y se echó a reír, fue una risa diferente a la del aullido; rió como la personita.

Su risa me tranquilizó un poco, y ella continuó expli­cando el sistema de clasificación de los mescaleros. Dijo que las personas de la primera categoría son los perfectos secretarios, ayudantes y acompañantes. Tienen una personalidad muy fluida, pero su fluidez no nutre. Sin embargo, son serviciales, cuidadosos, totalmente domésti­cos, e ingeniosos dentro de ciertos límites; chistosos, de muy buenos modales, simpáticos y delicados. En otras palabras, son la gente más agradable que existe, salvo por un enorme defecto: no pueden funcionar solos. Necesitan siempre que alguien los dirija. Con dirección, por dura o antagónica que pueda ser, son estupendos. Por sí mismos, perecen.

La gente de la segunda categoría no tiene nada de agradable. Los de ese grupo son mezquinos, vengativos, envidiosos, celosos y egocéntricos. Hablan exclusivamente de sí mismos y habitualmente exigen que la gente se ajuste a sus normas. Siempre toman la iniciativa, aunque esto los haga sentir mal. Se sienten totalmente incómodos en cualquier situación y nunca están tranqui­los. Son inseguros y jamás están contentos; cuanto más inseguros se sienten, más desagradable es su comporta­miento. Su defecto fatal es que matarían con tal de estar al mando.

En la tercera categoría están los que no son ni agra­dables ni antipáticos. No sirven a nadie, pero tampoco se imponen a nadie. Más bien, son indiferentes. Tienen una idea exaltada de sí mismos basada solamente en sus fantasías. Si son extraordinarios en algo es en la facultad de esperar a que las cosas sucedan. Por regla general espe­ran ser descubiertos y conquistados; tienen una estupen­da facilidad para crear la ilusión de que se traen grandes cosas entre manos; cosas que siempre prometen sacar a relucir, pero nunca lo hacen, porque, en realidad, no tie­nen nada.

Yolanda dijo que, decididamente, ella pertenecía a la segunda clase. Luego me pidió que me clasificara a mí mismo y al oír eso, me puse nervioso. Yolanda casi se caía de la risa. Me instó de nuevo a que me clasificara, y de mala gana sugerí que podía ser una combinación de las tres categorías.

"No me vengas con combinaciones" me dijo, sin de­jar de reír "Somos seres simples; cada uno de nosotros pertenece a una de las tres. Y yo diría que tú definitiva­mente perteneces a la segunda clase, por algo eres como yo".

Empecé a gritar, protestando que su sistema de clasi­ficación era denigrante. Pero me detuve justo en el mo­mento en que iba a lanzar una larga diatriba. Comenté en cambio, que, si en verdad sólo había tres tipos de perso­nalidades, todos estábamos atrapados por vida en una de esas tres categorías, sin esperanzas de cambio ni de rendi­ción. Reconoció que ese era exactamente el caso, en cierta medida, pero que sí existía un camino de redención. Los mescaleros habían descubierto que sólo nuestra imagen de sí caía en una de esas categorías.

"El problema con nosotros es que nos tomamos demasiado en serio. Cualquiera que sea la categoría en que cae nuestra imagen de sí, sólo tiene sig­nificado en vista de nuestra importancia personal. Si no tuviéramos importancia personal no nos atañería en ab­soluto en qué categoría caemos. Yo soy una mescalera que no se toma en serio, mientras que tú todavía lo haces".

Yo estaba indignado. Quería discutir con ella, pero no podía reunir mi energía.

"Pero no me has dicho nada acerca de cómo cambiar mi apariencia".

Yolanda guardó silencio, e hizo un extraño berrinche, que no supe si realmente era desesperación por no haber entendido o simplemente ya se estaba hartando de mí.

"Ah, esta vez tendrás que esforzarte tú mismo. Te he hablado de la ruptura de la imagen de sí, que no te debes tener compasión, y cómo llegar al centro de nuestro conocimiento; y de los estados de ánimo que les dan seriedad. El manejo de la voluntad es algo más velado, es el arte de la contemplación en sí, es la impeca­bilidad".

Asentí como si entendiera todo. Yolanda asintió también y dijo que era hora de irse. Yolanda me miró con ojos burlones y volvió a reír como el aullido de un coyote; mi cuerpo, inconscientemente hizo que saliera disparado como alma que lleva el diablo; corrí hasta mantenerme alejado de aquella chica, y salí del campus en busca de un taxi que me llevara no a mi casa precisamente, sino lejos de aquella presencia.

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