martes, 10 de julio de 2007

El paso de don Gaspar

Había dos co­sas que le preocupaban a don Gaspar cuando abandonó su camino a los 23 años: primero, que aún no se había acostado con una mujer; segundo, que sentía una tre­menda pero inexplicable urgencia de viajar hacia el norte. No sabía por qué, sólo que en algún lugar hacia el norte algo lo estaba esperando. La sensación se hizo tan fuerte que al fin se vio obligado a rechazar la estabilidad del empleo permanente para poder continuar su viaje.

Su gran fuerza física y una extraña e inexplicable as­tucia, recientemente adquirida le permitieron hallar tra­bajo aun donde no lo había, mientras iba en camino ha­cia el norte. Llegó así al estado de Sinaloa. Y allí terminó su viaje. Conoció a una viuda joven; ayudó a la viuda y a sus hijos; y sin darse cuenta, fue asumiendo el papel de pa­dre y esposo.

Esas nuevas responsabilidades representaron una gran carga para él. Perdió su libertad de movimiento e incluso su necesidad de viajar más al norte. Se sintió compensado por esa pérdida con el profun­do afecto que sentía por la mujer y por sus hijos.

Experimentó momentos de sublime felicidad como esposo y como padre. Pero fue en esos momentos cuando notó que algo andaba muy mal. Comprendió que estaba perdiendo la sensación de abandono, de frialdad, de audacia que adquirió en la casa de su maestro. Ahora se hallaba identificado con la gente que le rodeaba.

Don Gaspar comenzó sintiendo un profundo, aunque reservado, afecto por la mujer y sus hijos. Ese de­sapegado afecto le permitía desempeñar el papel de padre y esposo con abandono y placer. Con el correr del tiempo, su desapegado afecto se convirtió en una pasión desespe­rada que lo hizo gastar toda su energía. En cuestión de un año perdió todo vestigio de su nueva personalidad.

Una vez que hubo desaparecido el desapego, que era lo que le daba el poder de amar, sólo le quedaron las ne­cesidades mundanas: la miseria y la desesperación, ras­gos distintivos del mundo cotidiano. Para hacer las cosas aún peores, también desapareció su espíritu de empresa.


Pero la pérdida más aguda fue su energía física. Sin estar enfermo, un día quedó completamente paralizado. No sintió dolor alguno ni tampoco sintió pánico. Mien­tras yacía desvalido en cama, no hizo sino pensar y llegó a comprender que había fracasado porque no tenía un propósito abstracto. Se dio cuenta, por primera vez, que los mesacaleros eran extraordinarios porque perseguían la libertad como propósito abstracto. No com­prendía qué era la libertad, pero sí sabía que era lo contra­rio de sus necesidades concretas.

Su falta de un propósito abstracto lo había vuelto tan débil e ineficaz que no podía rescatar a su familia adoptiva de su abismal pobreza. Por el contrario, ellos lo arrastraron otra vez a la misma miseria y desesperación que había conocido antes.

Al repasar su vida, cobró conciencia de que la única vez que no fue ni pobre ni tuvo necesidades concretas fue durante los años pasados con su maestro. Y supo en­tonces que la pobreza es un estado de ser y que lo había reclamado cuando sus necesidades concretas lo abru­maron.

Hizo una reca­pitulación total de su vida. Comprendió entonces por qué amaba y no podía dejar a esos niños, y también por qué no podía seguir con ellos, y por qué no podía actuar ni de un modo ni del otro.

Don Gaspar se dio cuenta de que había entrado en un callejón sin salida, y de que morir como mescalero era el único acto congruente con lo que había aprendido en la casa de su benefactor. Cada noche, tras una frustrante jor­nada de trabajo agotador y sin sentido, aguardaba pacientemente la llegada de la muerte.



"No la desees, ni pienses en ella. Simplemente, espera hasta que venga. No trates de imaginar cómo es la muerte. Quédate quieto hasta que llegue a ti y te atrape en su flujo irresistible".



Una inexplicable oleada de energía lo dejó con la nítida sensación de que su muerte era inminente. Supo que no tendría tiempo de ver otra vez a su familia adoptiva. Les pidió disculpas, nom­brándolos en voz alta, por no haber tenido la fortaleza y la sabiduría necesarias para salvarlos de su infierno te­rrenal.

Se arrodilló de cara al sudeste. Dio gracias a su benefactor y le dijo al espíritu que estaba tan avergon­zado. Y con su último aliento se despidió del mundo que hubiera podido ser maravillo­so si hubiese tenido sabiduría. Una ola inmensa vino hacia él entonces. Primero, la sintió. Después, la oyó. Por fin la vio acercarse desde el sudeste, por sobre los campos. Llegó a él y su negrura lo cubrió. Y la luz de su vida se apagó. Su infierno había terminado. ¡Por fin estaba muerto! ¡Por fin era libre!

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