lunes, 2 de marzo de 2009

Excursus

Los nauallis me dijeron que tú lo entendías todo, pero te negabas a hacer nada al respecto”, afirmó la mescalera en voz muy queda.

Volví a enfurecerme. Le hice saber que lo que los nauallis le hubiesen dicho de mí nada tenía que ver con el asco que experimentaba frente al tema que estábamos tocando. Le expliqué que amaba a aquella chica y sentía el más profundo respeto por ella, así como también una gran simpatía por el mundo que le rodeaba. No concebía la posibilidad de hacer daño a una joven, por razón alguna.

Los nauallis no establecieron las reglas. Las reglas fueron establecidas en alguna parte, allí fuera; no por un hombre”.

Me defendí arguyendo que no estaba enfadado con ella ni con los nauallis, sino que hablaba en abstracto, puesto que no alcanzaba a percibir la importancia de todo aquello.

"La importancia viene dada por el hecho de que necesitamos de toda nuestra fuerza; hemos de estar completos para entrar en ese otro mundo. Yo era una mujer muy creyente. Puedo decirte lo que solía repetir sin conocer el significado de las palabras. Deseaba que mi alma fuese al cielo. Es lo que sigo buscando, aunque ahora lo haga por un camino diferente. El mundo del naualli es el reino de los cielos".

Protesté por principio ante la connotación religiosa que pretendía atribuir a la cuestión. Loreto me había acostumbrado a no explayarme nunca sobre el tema. Con mucha serenidad me expuso que ella no veía diferencia alguna en cuanto al tipo de vida, entre nosotros y los verdaderos sacerdotes. Destacó que no sólo los auténticos sacerdotes eran completos por norma, sino que ni siquiera se debilitaban con actos sexuales.

"Los nauallis decían que esa es la razón por la cual nunca serían exterminados, no importa quién trate de hacerlo. Sus seguidores siempre están vacíos; carecen del vigor de los pastores. Me gustó que los nauallis dijeran eso. Siempre les tuve cariño. Nosotros somos como ellos. Hemos dejado el mundo y, sin embargo, nos mantenemos en medio de él. Los sacerdotes serían grandes mescaleros voladores si alguien les dijera que pueden serlo".

Recordé que en una ocasión le dije a don Gaspar, como si estuviera expresando una opinión propia, algo que había estado oyendo durante toda mi vida: que la estratagema clásica de la Iglesia consistía en mantenernos en la ignorancia. Don Gaspar se puso muy serio. Parecía que mis palabras habían tocado una fibra muy profunda dentro de él. Pensé inmediatamente en los siglos que había durado la explotación de los indios.

Esos sucios bastardos. Me han mantenido en la ignorancia, y a ti también”. Respondió aquella vez don Gaspar. Capté su ironía de inmediato y ambos reímos. Nunca me había detenido a examinar esa conversación. Yo no pensaba como él, pero tampoco me oponía a su concepción.

Pero no importa lo que nadie diga ni haga. Tú debes ser impecable. La lucha se libra en nuestro pecho”. Me dio unos ligeros golpes en el pecho. “Si te propones ser un mescalero impecable, no perderás el tiempo en discusiones. Hay que dedicar todo el tiempo y toda la energía para poder superar la propia estupidez. Y eso es lo importante. El resto no vale la pena. Ser un mescalero impecable te dará vigor y juventud y poder. De modo que lo que debes hacer es escoger sabiamente”.

Mi opción era la impecabilidad y sencillez de una vida de mescalero. Debido a ello me resultaba evidente que debía tomar las palabras de aquella mescalera con la mayor seriedad, lo cual me parecía aún más amenazador que los actos de don Gaspar. Él solía asustarme profundamente. Sus acciones, aunque terroríficas, eran asimiladas, sin embargo, en la continuidad coherente de sus enseñanzas. Tanto las afirmaciones como los hechos de la mescalera significaban una amenaza de diferente clase para mí, en cierto sentido más concreto y real.

La mescalera se estremeció. Un escalofrío recorrió su cuerpo, obligándola a contraer los músculos de hombros y brazos. Se aferró al borde de la banca. Luego se relajó, y volvió a ser la de siempre. Me sonrió. Sus ojos y su sonrisa eran deslumbradores. Dijo en tono despreocupado que acababa de ver mi dilema.

Es inútil que cierres los ojos y finjas que no quieres hacer ni saber nada. Podrás hacerlo con los demás, pero no conmigo. Ahora comprendo por qué los nauallis me encargaron transmitirte todo esto. Yo no soy nadie. Tú admiras a los grandes personajes; Gaspar y Loreto eran los más grandes de todos”. Calló y me estudió. Parecía esperar mi reacción ante su discurso.

Luchaste contra todo lo que Gaspar y Loreto te enseñaron, constantemente. Es por eso que estás retrasado. Y luchaste contra ellos porque eran grandes. Ese es tu modo de ser. Pero no puedes luchar conmigo porque te es imposible levantar la vista hacia mí. Soy tu par; formo parte de tu ciclo. A ti te agrada enfrentar a quienes son mejores que tú. Yo no constituyo un desafío. De modo que aquellos dos demonios acabaron por atraparte a través de mí. Pobre nagualito, has perdido la batalla”.

Se me acercó y me susurró en el oído que conocía mis debilidades. Me rodeó con sus brazos, apoyando la cabeza sobre mi hombro y rió queda y suavemente. Su ver me había dejado entumecido. Sabía que tenía toda la razón. Permaneció un largo rato con su cabeza junto a la mía. En cierto modo, la proximidad de su cuerpo resultaba tranquilizadora. En eso se parecía a Loreto. Rezumaba fuerza y convicción y firmeza de propósitos. Se había equivocado al decir que no podía admirarla.

Olvidemos esto. Hablemos acerca de lo que debemos hacer esta noche”.

“¿Qué es exactamente lo que vamos a hacer?”

Tenemos una última cita con el poder”.

“¿Se trata de otra espantosa batalla con alguien?”

No. Hay algo que necesitas observar. Los nauallis me dijeron que después de eso podías marcharte para no retornar jamás, o tomar la decisión de quedarte con nosotros. De todos modos, lo que debes observar es un arte: el arte del soñador”.

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