sábado, 28 de febrero de 2009

Hic et Nunc

Los días fueron pasando mientras caminaba por las calles. Todos los pensamientos referentes al camino del mescalero se detuvieron y dejaron de fluir en mi interior. Mi cuerpo sintió los meses que llevé meditando: me sentía cansado, con ganas de estirarme y tronarme todos los huesos. Caminaba sin rumbo, hasta darme cuenta que estaba cerca de un parque. Eran cerca de las 4 de la tarde. El aire corría y mecía las ramas de los árboles; calculé que en unas horas los pájaros buscarían su lugar para descansar.

Fue entonces cuando al sentarme, la vi. Se acercó lentamente hacia mí. Traté de descifrar su rostro. Quizá la había visto antes en algún lugar. No, no la conocía. “¡Hola!” Al escuchar su saludo, sentí un escalofrío recorrer mi cuerpo… era una mescalera, pero yo no la conocía.

“¿Quién eres?” Le pregunté y me miró con sorpresa; me dijo que yo era cruel. Cómo podía haberla olvidado, si era una chica tan trascendental en la vida de un mescalero. Sonrió y dijo que no importaba. Pero que sí sabía que su voluntad era tan grande como la mía. Por eso, los dos estábamos en ese parque en la hora precisa.

Hizo conversación conmigo: describió el paisaje, habló sobre sus viajes, y lo que según ella percibía en mí. Dejé que me describiera, no quise ponerme a la defensiva, no tenía ningún mérito. Pero luego, con una sonrisa burlona me dijo: “Ya sé que no te interesa conocer el sentido de las palabras del Naualli, pero algo que siento en ti es… amor. Tú quieres a una chica. Yolanda me dijo que pensabas en una chava a la que nunca habías visto en persona, que la querías. Pero que otra que te mandó al carajo, te quitó fuerza, mientras que la otra te obligó a concretar. Las has unido”.

No tuve otro remedio que dejar de mirar al vacío. Me levanté de la banca donde estábamos sentados. Comencé a caminar en dirección hacia el ocaso. Aquella mescalera me siguió. Me preguntó si me encontraba molesto por su franqueza. No quise mentir.

“¿Qué crees?”, le pregunté.

“¡Estás furioso!”, exclamó, y soltó una risilla tonta con un desenfado que sólo había visto en don Gaspar y en Loreto.

Al seguirme, la mescalera estuvo a punto de perder el equilibrio y se aferró a mi brazo izquierdo. Al ayudarla me preguntó: “¿Por qué te molesta tanto hablar de esas cosas?”

Le dije que conocí a una chica a la que había amado inmensamente. Experimenté la necesidad compulsiva de hablarle de ella. Una exigencia extravagante, más allá de mi razón, me llevaba a abrirme a aquella mescalera, una completa desconocida para mí.

Cuando comencé a hablar de la chica, una oleada de nostalgia me envolvió; quizás se debiera al lugar, o a la situación, o a la hora. Por algún motivo, mis recuerdos de ella se mezclaban en mí con los de los nauallis: por primera vez en todo el tiempo que había pasado sin verlos, los extrañé. Yolanda había dicho que ella nunca los extrañaba porque siempre estaban con ella; ellos eran su cuerpo y su espíritu. Había comprendido de inmediato el sentido de sus palabras. Yo mismo me sentía así. En aquel parque, sin embargo, un sentimiento desconocido había hecho presa en mí. Hice saber a la mescalera que hasta aquel momento no había extrañado a los nauallis. No respondió. Desvió la mirada.

Es probable que mi nostalgia por aquellas personas tuviese que ver con el hecho de que todas habían dado lugar a situaciones catárticas en mi vida. Y todas se habían ido. Hasta ese momento, no había tenido claro el carácter definitivo de esa separación. Comenté a la mescalera que la chica había sido, por sobre todo, mi amiga, y que un día fuerzas que se hallaban fuera de mi control la habían apartado bruscamente de mí. Tal vez fuese uno de los golpes más fuertes recibidos en mi vida. Busqué incluso un mescalero para pedir su auxilio. Fue la única oportunidad en que solicité apoyo. Cuando di con Yolanda, ella escuchó mi petición y rompió a reír estrepitosamente. Su reacción me resultó tan insólita que ni siquiera me enfadé. Lo único que pude hacer fue un comentario acerca de lo que yo consideraba falta de sensibilidad.

“¿Qué quieres que haga?” me había preguntado Yolanda.

Le respondí que, puesto que era una mescalera avanzada, podría ayudarme a recuperar a mi amiga, cosa que me consolaría.

Estás equivocado; un mescalero no busca nada que lo consuele”, afirmó en un tono que no admitía réplica. Luego se dedicó a aniquilar mis argumentos. Dijo que un mescalero no debía dejar nada librado al azar, que un mescalero era realmente capaz de alterar el curso de los sucesos, valiéndose del poder de su conciencia y de la inflexibilidad de su propósito. Dijo que si mi intención de conservar a esa joven hubiese sido inflexible, me las habría arreglado para tomar las medidas necesarias para que no se fuese de mi lado. Pero, tal como estaban las cosas, mi cariño no pasaba de ser una palabra, un arranque inútil de un hombre vacío. Llegado a ese punto, me informó acerca de la vaciedad y la plenitud, pero opté por no oírle. Me limité a experimentar un sentimiento de pérdida, la carencia que ella había mencionado, según me parecía evidente, al referirse a la sensación de extravío de algo irreemplazable.

La amaste, reverenciaste su espíritu, deseaste su bien; ahora debes olvidarla”.

Dije a la mescalera que mi cariño hacia aquella chica seguiría vivo durante el resto de mis días, aunque no volviera a verla nunca. Quise agregar que su recuerdo se hallaba tan profundamente enterrado que nada podía alcanzarlo, pero desistí de hacerlo. Entendí que hubiese sido superflua la referencia. Además, oscurecía y yo quería irme.

Es mejor que nos vayamos.Tomemos un taxi. Tal vez más tarde tengamos ocasión de hablar sobre estas cosas… si me dices como te llamas, claro”. Se rió de mí, tal como Loreto solía hacerlo. Evidentemente, mis palabras debían de haberle parecido harto cómicas, que automáticamente le pregunté por qué se reía.

Porque sabes perfectamente que no podemos irnos de aquí con tanta facilidad. Tienes una cita con el poder aquí. Y yo también”. Respondió la mescalera y regresó a la banca donde estábamos: “Ven. No hay modo de irse”.

Reaccioné de la manera más incongruente, y volví a sentarme cerca de ella. Resultaba obvio que me había tendido una trampa. Yo no había ido allí para tener enfrentamiento alguno. Debí haberme puesto furioso. En cambio, permanecí impasible. No podía mentirme diciéndome que aquello era tan sólo un alto en mi camino. Me encontraba en ese lugar porque una fuerza que sobrepasaba mi capacidad racional me había impelido a ir.

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