miércoles, 4 de marzo de 2009

Presencias

Comencé a realizar el llamado de las cigarras, no sin experimentar cierta resistencia. De inmediato me vi superado por las circunstancias; descubrí en cuestión de segundos, que había dedicado toda mi concentración a producir el sonido. Modulé su formación y controlé la salida de aire de mis pulmones para dar lugar al sonido más prolongado posible. Resultó muy melodioso.

Aspiré profundamente para lanzarme a una nueva serie sonora. Luego me detuve. Algo, a lo lejos del parque, respondía a mi llamado. Sones igualmente rítmicos llegaban de todas partes del lugar, incluso arriba de nosotros. Las tres muchachas se levantaron para acurrucarse como niñas asustadas en torno de la mescalera y de mí.

Por favor, nagual, no dejes que vengan”.

Hasta la mescalera parecía un tanto sobresaltada. Me ordenó que me detuviera con un enérgico gesto. Yo no me proponía en modo alguno insistir. Los aliados, de cualquier manera, fuesen fuerzas informes, o seres que rondaban cerca del lugar, no dependían de mi expresión sonora. Experimenté una presión insoportable, un peso descargado en todo el parque. Lo percibía en el ombligo como una comezón, una excitación que de pronto se convirtió en un agudo dolor físico.

Las tres muchachas estaban presas del terror. Ambas gemían como perros heridos. Me rodearon y se prendieron de mí. Una se aferró entre mis piernas. La mescalera estaba de pie a mis espaldas y conservaba la calma en la medida en que le resultaba posible. Al poco rato la histeria y el miedo de las tres muchachas adquirieron proporciones incalculables. La mescalera se inclinó y murmuró en mi oído que debía producir el sonido opuesto, aquel capaz de dispersarlos. Experimenté durante un instante una suprema incertidumbre. A decir verdad, no conocía ningún otro sonido. Pero en ese momento sentí un ligero cosquilleo en la cabeza, un escalofrío recorrió mi cuerpo y mi memoria recuperó de quien sabe dónde un silbido singular que don Gaspar solía emitir por las noches y que se esforzaba por enseñarme.

Comencé a silbar y la presión que sentía sobre mi zona umbilical cesó. La mescalera sonrió y suspiró aliviada y las muchachas se apartaron de mí, sofocando risillas como si todo lo sucedido no hubiese pasado, y que sólo haya sido una broma. Consideré por un momento la posibilidad de que todo aquello no fuese más que una treta de las muchachas. Pero estaba demasiado débil. Me sentí al borde del desvanecimiento. Me zumbaban los oídos. La tensión en torno a mi estómago era tan violenta que creí enfermar. Apoyé la cabeza contra el suelo. No obstante, pasados unos pocos minutos, me encontré en condiciones de sentarme de nuevo.

Las tres muchachas parecían haber olvidado el susto. De hecho, reían y jugaban entre ellas, empujándose unas a otras y rodeándose las caderas con sus rebozos. La mescalera no se veía nerviosa; tampoco se la veía relajada.

En cierto momento, una de las chicas fue empujada por las otras dos y cayó. Pensé que se iba a enfadar pero fue lo contrario: rió como una tonta. Miré a la mescalera, pidiéndole instrucciones. Entonces las otras dos se desplomaron. En el suelo, su silencio fue aún mayor. No hubo otro sonido que el suave crujir de sus ropas al arrugarse y arrastrarse. La mescalera, que se había mantenido sentada a mi lado observándolas en silencio, se puso en pie de repente; me hizo señas para que me acercase a ella y me hizo sentar en el suelo. Ella hizo lo mismo, situándose a mi derecha. Me ordenó entrecruzar los dedos y llevar las manos a la región umbilical, sobre el ombligo.

Al principio me vi obligado a dividir mi atención entre la mescalera, las chicas y el derredor. Pero una vez que la mescalera hubo dispuesto mi posición, fue el lugar lo que atrajo mi curiosidad. En un parpadeo, las tres muchachas yacían en el centro de un cuarto amplio y de color blanco. Había también cuatro lámparas, una en cada pared, colocadas sobre repisas empotradas a unos dos metros del suelo. Al mirar la puerta que tenía delante, advertí que las paredes se correspondían en su orientación con los puntos cardinales. Nos encontrábamos en el ángulo noroeste.

Las tres muchachas recorrieron la habitación varias veces, rodando en el sentido opuesto al de las agujas del reloj. Me esforcé por percibir el roce de sus ropas pero el silencio era absoluto. Sólo oía la respiración de la mescalera. Finalmente, las muchachas se detuvieron, para sentarse con la espalda contra la pared, cada una bajo una lámpara. Cada una en los distintos puntos cardinales.

La mescalera se puso de pie, cerró la puerta que teníamos detrás y la aseguró con una barra de hierro. Me hizo desplazar unos pocos centímetros, sin variar la posición, hasta que me hube apoyado en la puerta. Entonces, silenciosamente, atravesó la habitación girando y fue a sentarse bajo la lámpara de la pared sur; su llegada a esa posición parecía indicar el comienzo.

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