domingo, 8 de marzo de 2009

Una noche especial

"¿Por qué eres tan imbécil?" Me preguntó la chica dura.

"Está vacío", replicó otra de las chicas.

Me hicieron poner de pie y exploraron mi cuerpo con los ojos hasta bizquear. Me palparon la región umbilical.

"Pero, ¿por qué sigues estando vacío?" preguntó la chica dura.

"Sabes lo que debes hacer, ¿no?" agregó la segunda.

"Estuvo loco. Debe estarlo todavía". Les dijo la tercera.

La mescalera vino en mi ayuda, explicándoles que yo aún estaba vacío por la misma razón por la cual ellas no habían perdido la forma humana. En el fondo, aunque no lo reconociéramos, ninguno de nosotros deseaba el mundo del naualli. Teníamos miedo y estábamos llenos de segundos pensamientos. No dijeron palabra. Las tres parecían estar muy turbadas.

"Pobre Nagualito", me dijo la primera chica en un tono que revelaba auténtico interés. "Estás tan asustado como nosotras. Yo finjo ser dura, ella finge estar loca, y la otra finge tener mal genio y tú finges ser estúpido".

Rieron y, por primera vez desde mi llegada, tuvieron un gesto de camaradería. Me abrazaron, descansando la cabeza en mi cuerpo. La mescalera que estaba sentada frente a mí fue rodeada por las otras tres chicas, momentos después, de modo que tenía a las cuatro delante.

"Ahora podemos hablar acerca de lo sucedido esta noche. Gaspar me dijo que si sobrevivíamos al último contacto con los aliados ya no volveríamos a ser los mismos. Los aliados nos hicieron algo hoy. Nos han rechazado. Esta fue una noche especial para ti. Todos, incluidos los aliados, nos lanzamos en tu ayuda. Gaspar lo hubiese querido. Esta noche viste todo el camino".

"¿Lo crees?" pregunté.

"Ya vas de nuevo...", comentó la primera. Todas rieron.

"Háblame de mi ver. Sabes que soy idiota. No debe haber malentendidos entre nosotros".

"De acuerdo. Te comprendo. Esta noche viste a mis hermanitas".

Les dije que también había presenciado acciones increíbles realizadas por don Gaspar y don Celestino. Les había visto con la misma claridad con que acababa de ver a las muchachas, pero don Gaspar y don Celestino siempre habían llegado a la conclusión de que no había visto. Me costaba, en consecuencia, precisar en qué sentido eran diferentes los actos de las muchachas.

"¿Quieres decir que no las viste colgadas de las líneas del mundo?"

"No, no las vi".

"¿No las viste colarse por la grieta que separa los mundos?"

Les conté lo que había observado. Me escucharon en silencio. Cuando finalicé la mescalera parecía estar al borde de las lágrimas. "¡Qué lástima!", exclamó. Se puso de pie, rodeó la mesa y me abrazó. Sus ojos eran claros y serenos. Comprendí que no me guardaba rencor.

"Es parte de nuestro destino el que estés obstruido. Pero sigues siendo el naualli para nosotras. No te molestaré con feos pensamientos. Al menos, de eso puedes estar seguro".

Comprendí que lo decía de verdad. Me hablaba desde un nivel en que yo sólo había visto a don Gaspar. Había insistido en atribuir su talante a la pérdida de la forma humana; ciertamente, era una mescalera sin forma. Me recorrió una oleada de profundo cariño hacia ella. Estaba a punto de llorar. Fue en ese instante, al percibir que estaba ante una maravillosa mescalera, que me sucedió algo sumamente curioso. Tal vez la mejor forma de describirlo consista en decir que me estallaron los oídos inesperadamente. Salvo por el hecho de que sentí el estallido en medio del cuerpo, exactamente debajo del ombligo, con más intensidad que en los oídos. Una ráfaga caliente recorrió mi cuerpo. Y de pronto recordé algo que jamás había visto. Como si una memoria ajena hubiese tomado posesión de mí.

Recordé a la primera chica, aferrada a dos cuerdas rojizas horizontales, andando por la pared. A decir verdad, no caminaba: se deslizaba sobre un denso lío de líneas, sobre las cuales afirmaba los pies. La recordé jadeante y con la boca abierta, debido al esfuerzo que le representaba tirar de las cuerdas rojizas. La razón por la cual había perdido el equilibrio al finalizar su exhibición consistía en que la había visto como una luz que rodeaba el cuarto vertiginosamente; tironeaba de la zona de alrededor de mi ombligo.

También vinieron a mi memoria los actos de las otras dos. La segunda chica realmente había estado allí colgada, asiendo con la mano izquierda largas fibras rojizas verticales pendientes del oscuro techo. El brazo derecho le servía para mantenerse cogida a otras fibras, también verticales, que parecían ayudarle a conservar la estabilidad. También se sujetaba con los pies. Hacia el final de su demostración semejaba una fosforescencia cerca del techo. El contorno de su cuerpo había desaparecido.

La tercera chica se había escondido detrás de unas líneas que daban la impresión de surgir del suelo. Lo que había hecho con el brazo alzado había sido reunirlas en un haz del ancho necesario para ocultar su cuerpo. Su vestido, inflado, le había sido de gran ayuda: de algún modo había contraído su luminosidad. Su gran bulto era tan sólo aparente. Al finalizar su acto, la chica, al igual que sus compañeras, no pasaba de ser una mancha de luz. Logré pasar mentalmente de un recuerdo a otro.

Cuando les hablé de todo lo que había acudido a mi memoria, las muchachas me miraron, desconcertadas. La mescalera era la única que parecía al corriente de lo que me estaba ocurriendo. Rió verdaderamente complacida y comentó que don Gaspar tenía razón al afirmar que yo era demasiado perezoso para recordar lo que veía; en consecuencia, sólo me preocupaba por lo que miraba.

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