jueves, 5 de marzo de 2009

Exhibición inverosímil

Ya en aquella blanca habitación cerrada, una de las muchachas se levantó y caminó de puntillas por el cuarto, junto a las paredes. No podía decir exactamente que caminara; más bien se deslizaba silenciosamente. Según aumentaba la velocidad, parecía que planeaba; pisaba en el ángulo formado por los muros y el piso. Saltaba sobre las dos chicas, la mescalera y yo cada vez que nos encontraba en su recorrido. En cada caso sentí el roce de su falda al pasar. Cuanto más corría, más se elevaba, sin despegarse de las paredes. Llegó el momento en que transitó silenciosamente por los cuatro costados de la habitación a más de metro y medio del suelo. Su imagen, perpendicular a las paredes, resultaba tan inverosímil que rayaba en lo grotesco. Su largo traje hacía que la escena fuese aún más fantástica. La gravedad parecía no afectar a la joven, pero sí a su falda, que se arrastraba. Siempre que pasaba por sobre mi cabeza me barría el rostro.

Había captado mi atención a un nivel que yo no había sido capaz de imaginar. La tensión producida por la concentración era tan grande que comencé a experimentar convulsiones en el estómago; era en ese órgano donde parecía desarrollarse su carrera. Tenía la mirada desenfocada. Perdida ya casi por completo mi concentración, vi a la joven descender diagonalmente por la pared este y detenerse en el centro del recinto.

Resollaba, sin aliento, y estaba bañada en sudor. Mantenía el equilibrio a duras penas. Un momento después regresó a su sitio junto a la pared este y se desplomó como un trapo húmedo. Supuse que se había desmayado, pero no tardé en advertir que respiraba deliberadamente por la boca.

Tras unos minutos de quietud, los necesarios para que la joven recobrara fuerzas y volviera a sentarse erguida, otra se puso de pie y corrió hasta el centro del cuarto, giró sobre sus talones y se lanzó hacia su lugar de partida. La carrera le permitió cobrar el impulso necesario para realizar un extraño salto. Brincó como un jugador de basquetbol. Vi como su cuerpo daba con violencia contra el techo aunque no se produjo el sonido de choque. Esperaba ver cómo rebotaba en el suelo con la fuerza del impacto, pero permaneció allí colgada, sujeta a la superficie como un péndulo. Desde donde me hallaba, tuve la impresión visual de que sostenía de un garfio que tenía en la mano izquierda. Se balanceó en silencio durante un momento para luego apartarse de golpe de la pared. Repitió la operación treinta o cuarenta veces. Rodeó así toda la habitación y terminó por subirse a las vigas, de las cuales quedó pendiendo en equilibrio precario mediante un sostén invisible.

Al verla sobre los maderos tomé conciencia de que lo que yo imaginaba como un garfio no era sino cierta cualidad de la mano que le posibilitaba el mantenerse suspendida. Terminó su exhibición cuando quedó pendiente de las vigas en el centro mismo del cuarto. De pronto se dejó caer. Su vestido se alzó, cubriéndole el rostro. Por un momento, antes de que tocara tierra sin un solo sonido, semejó un paraguas.

Mi cuerpo acusó el impacto de su caída a plomo, tal vez más que el suyo propio. Tomó tierra en cuclillas y quedó inmóvil, tratando de recobrar el aliento. Yo estaba tumbado en el piso, presa de dolorosos calambres en el estómago.

La mescalera cruzó el lugar rodando, se quitó el rebozo y me envolvió con él la región umbilical, como si se tratara de una venda dándole dos o tres vueltas. Regresó rodando a la pared sur como una sombra.

Mientras disponía el rebozo a mi alrededor, perdí de vista a la joven que se dejó caer. Al alzar la mirada la descubrí sentada nuevamente junto a la pared norte. Un instante más tarde, la chica que faltaba se dirigió en silencio hacia el centro de la habitación. Se paseaba de un lado para otro, entre el lugar en que se hallaba una de sus compañeras y su propio sitio, con pasos inaudibles. No cesaba de mirarme. Súbitamente, mientras se aproximaba a su puesto, alzó el antebrazo izquierdo, llevándolo al nivel del rostro, como si quisiera evitar verme. Se cubría así parcialmente la cara. Dejó caer el brazo para volver a levantarlo, ocultando esta vez por completo su rostro. Repitió el movimiento incontables ocasiones, en tanto andaba sin producir sonido alguno de un lado a otro. Cada vez que alzaba el brazo, una porción mayor de su cuerpo desaparecía de mi vista. Llegó el momento en que todo su cuerpo se desvaneció, rodeado de ropas, tras su delgado antebrazo.

Una vez escondido todo su cuerpo, todo lo que yo lograba ver era el perfil de su antebrazo suspendido en el aire, meciéndose de un lado a otro de la habitación; en cierto momento apenas se veía su brazo. Sentí asco, una náusea insoportable. Ese brazo oscilante agotó mis energías. Caí sobre un lado, incapaz de mantener el equilibrio. Vi caer el brazo al suelo. La chica yacía en el piso, cubierta de ropas, como si su vestido hubiese estallado. Estaba boca arriba, con los brazos extendidos.

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