viernes, 27 de marzo de 2009

2

Estaba sentado en una cómoda silla desplegable, leyendo en aquella casa de piedra maya, cuando la vi llegar. Ella caminaba por el boulevard, y quién sabe cómo supo que era yo, pero se acercó y me saludó. No daba con su rostro, y ya cuando me había caído el veinte, me di cuenta de que se trataba de la “hermanita ruda” de la mescalera. Al saludarme me preguntó si estaba ocupado. Le enseñé la lectura que realizaba. Ella se sentó enfrente de mí, pero le ofrecí mi lugar, mientras entraba a la casa por otro asiento desplegable. Al estar sentados, ella suspiró y se dejó recostar. Me miró de reojo de manera pizpireta y luego me sonrió.

Dime una cosa, nagualito. ¿Acaso eres un matadito?” Me dio mucha risa lo que había preguntado, puesto que en varias ocasiones me lo habían preguntado amigos e incluso primos. Le dije que no, y pregunté porqué pensaba de esa manera. A lo que me respondió con otra pregunta. “No entiendo… leyendo… ¿no tienes una novia, o tu peor es nada?

Volví a reírme. Le dije que leer no era síntoma de ser un matadito. Leer era un hábito que mi padre me había fomentado desde niño. Además no creo tener la pinta de un matadito, peor aún, considerarme un intelectual. Le expliqué que hubo chicas que musitaban que yo me creía un sabelotodo, y por ello terminaban odiándome. Ella asintió como si hubiera estado conmigo en esas ocasiones y dijo: “pues sí, no es que se tratara de un sabelotodo, sino de un idiota al que tenían en frente… la mujer puede detectar la estupidez de un hombre a kilómetros de distancia”.

Me hizo reír bastante. Pero me miró y me preguntó si en serio no tenía novia. Me quedé callado. “Okey, mira, si me cuentas, yo te revelo algo muy interesante de mí”. Me quedé perplejo. Pregunté cuál era su nombre, y ella me preguntó si le contaría acerca de mis desamores. Como no tenía otra opción, le dije que no tenía novia. Y que ya me estaba olvidando de muchas cosas pasadas. Sin embargo, reparé en que había intentado en varias ocasiones conquistar a una muchacha. La mayoría de las chicas que me gustaban ya tenían novio.

¿Pero les preguntaste personalmente si tenían novio?” Le dije que sí, que ellas mismas me habían dicho: Ay, lo siento, pero ya tengo novio. Sonreí. “¿Y alguna vez te topaste con una soltera?” Sí, y todas me dijeron rotundamente que no. Otras me dijeron que preferían verme como amigo y hasta ahí. Incluso me habían dado ganas en una ocasión de anotar todos esos patrones para cotejar y descubrir cuál era el factor desagradable que ellas descubrían en mí. O de manera más resumida, le dije que pensaba también que yo aspiraba por chicas inalcanzables. La “hermanita” sonrió. “Me enteré por ahí que hasta te dijeron espía… ¿acaso abriste el tercer ojo, nagualito?

Me quedé callado, y por un breve instante quise recordar aquella conversación. Sentí que algo había bloqueado mis recuerdos. Y la chica sonrió, supuse que su presencia era la que me provocaba tal sensación. “Pero… me imagino que hay otra chica en tu lista, ¿no es así?” “¿Qué? ¿Qué estás diciendo?” “Ay, vamos, nagualito, no me niegues, porque los hombres son así. Realizan un inventario o una lista de todas las chicas que desnudan en su pensamiento…” Le dije que estaba equivocada. “De lo que sí no estoy equivocada, es que tu negatividad hizo que esas chicas te dijeran que no”. No entendí, o fingí no entender. Le insté a que me explicara. “Sí. Tú tienes miedo al compromiso. A la responsabilidad de estar con una chica… lo definiría como miedo. Pero. Bueno, a ti te encanta hacerte el idiota constantemente”.

Le dije que lo que más deseaba era estar con una chica. Compartir momentos y mis pequeñas victorias, con ella. “No, no es cierto. Mentiroso. Muy en el fondo sabes que quisiste escuchar ese rotundo No.” Le dije que ya habíamos hablado lo suficiente. Que ahora le tocaba a ella revelarme eso que había prometido, no sin antes preguntarle de nuevo su nombre.

Bueno, me llamo Xochiquetzalli… pero entre mis amigos, me llaman Trini. Soy mala para hacértela de intriga… me imagino que recuerdas a mis otras hermanas...” Asentí. “Bueno, ellas no son mis hermanas. Lo decimos de esa manera, porque ellas provienen de mí”. Me quedé analizando. Trini provocó en mí una sensación de desatamiento de reminiscencias en mi cerebro. Fue así que me percaté que cuando aparecieron en el parque, y en la casa, vestían de la misma manera. Sus rostros eran semejantes que hasta le dije en voz alta: ¡Trillizas!

Mal, mal, mal, nagualito. Tu tercer ojo no te sirve de nada. No somos ni trillizas ni clones. Son mis ensoñadas. Soy yo triplicada”. Me quedé atónito. Era una habilidad que había escuchado en los relatos perdidos de don Celestino. Ahora entendía a quién le había transmitido tal habilidad. Me parecía fantástica la idea de poder triplicarte o multiplicarte. Se podrían realizar tantas cosas… Y cuando vi el rostro de Trini, me di cuenta que era hermosa. Me di cuenta que sus pestañas hacían a sus ojos muy sensuales… “Tu rostro… eres muy bonita, Trini. Te encuentro un parecido a Salma Hayek…”

Trini soltó la carcajada, y se levantó del asiento desplegable. “Gracias, nagualito. Pero no te va a funcionar. No eres mi tipo…

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martes, 24 de marzo de 2009

Grito Silencio

Ella aparecía en mi pensamiento sólo como el simulacro de “qué sucedería si...”. Poco a poco me di cuenta de que ese juego se convertía en un hábito. Jugábamos juntos… yo la soñaba, me la encontraba en un autobús, me la encontraba en un parque, o simplemente, yo aparecía de repente en su camino y le trazaba palabras románticas, deseando que cayera en mis brazos para poderla apretar fuerte y unirla a mi alma; hacerla real y dejar de crearla como un ente onírico. Así todo se producía dentro de mi imaginación, dentro de mis sueños. Esos sueños que me llenaban de aliento; que me emborrachaban de valor para seguir dibujando su rostro metafísico, y su alma artificiosa. Una musa diseñada para mí nada más. Una amante flexible a mis deseos.

Sin embargo, cuando la encontraba en la realidad, la veía encerrada en su mundo. Encerrada en un caparazón capaz de repeler a cualquier ser idéntico a mí. No era posible. Al acercarme, o mejor dicho, al intentar aproximarme a ella, se levantaba y me daba cuenta de que era un gigante. Mi corazón palpitaba de miedo a que me devorase para siempre, dando fin a mis sueños…


Dejé de escribir… no quería continuar escribiendo eso, me parecía tan insustancial… No tenía inspiración. Realmente lo que me motivaba a desperdiciar aquella noche eran las voces que imperaban mi pensamiento. Esas voces eran mi propia voz multiplicada, instigándome a actuar en las cosas pendientes que no tenía anotadas en una oscura agenda laberíntica llena de obstáculos y espinos. Mareaba escuchar aquellas voces. Deseaba que se callaran y me dejaran arreglar las cosas a mi manera. Deseaba con ahínco un dolor de cabeza. No, deseaba con devoción un golpe que me dejara inconsciente en la cama, para ya no tener que erosionar mi almohada por tantas vueltas. ¡Quiero dormir, chingadamadre!

Entonces, recosté mi cabeza en el escritorio y cerré los ojos. Ojalá me quedará dormido aquí. Ya no me importa lo que pase. Entonces, regresaron las malditas voces y, de repente, las vi. Vi a todas ellas (eran hermosas, pero crueles conmigo… ¿o será viceversa?). Presentía que una de las voces era un fulano que estaba pendiente de mi vida… con voz de eco escuché que alguien le preguntó: ¿Qué acaso eres mi biógrafo? Y otra voz como queriendo llamar la atención, me daba a entender que era la voz poeta… y me recitaba una composición inspirada en la escena de mi problema.

Grito silencio a las estúpidas voces creadas en mi interior,
grito silencio para que me dejen de una vez y me permitan descansar.

Grito silencio a ese simulacro para que me aleje callado y ella se quede en su mundo.

Grito silencio a la gente que no me deja escuchar el llanto de la lluvia.

Grito silencio a aquella bruja que se atraviesa en mi camino y se burla de mis capacidades.

Grito silencio a los querubines glotones que se caen de sus nubes y lloran como estúpidos.

Grito silencio a mi corazón que intenta convencerme que trate una y otra vez de encontrar a ese ente onírico que me da la oportunidad de demostrar lo que realmente es el universo en colisión.

Grito silencio a mis heridas que no dejan de quejarse del maldito dolor que ellas mismas se provocan al despellejar su convalecencia.

Le grito silencio una vez más a esas voces que no me permiten llevar a mi creatividad a la cama para copular juntos y sudar cuentos, gemir poemas, y alcanzar el placer con historias descabelladas, capaces de estimular a nuestros lectores, mientras seguimos garabateando el AMOR en la alcoba de la imaginación.

Y te grito silencio a ti ente metafísico… porque ya no quiero recaer en la misma trama del insomnio.

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miércoles, 11 de marzo de 2009

Sin rumbo

"Celestino pasaba la mayor parte del tiempo en su cuerpo de soñar. Lo prefería. Por eso podía hacer las cosas más fantásticas y asustarte mortalmente. Celestino podía pasar por la grieta de entre los mundos como tú y yo lo hacemos por una puerta, en ambas direcciones". Me contó la mescalera.

Don Gaspar también me había hablado mucho de la grieta entre los mundos. Yo siempre había creído que se refería, metafóricamente, a una división sutil entre el mundo percibido por un hombre corriente y aquel percibido por los mescaleros.

La mescalera y las muchachas me habían demostrado que la grieta entre los mundos era algo más que una metáfora. Era más bien la capacidad para pasar de uno a otro nivel de atención. Una parte de mí entendía perfectamente a la mescalera, en tanto la otra se hallaba más aterrorizada que nunca.

"Has estado preguntando por el lugar al que habían ido Gaspar y Celestino. Yolanda fue muy brutal al decirte que se habían ido al otro mundo; Pablo te dijo que habían abandonado estos alrededores; Efraín y Fernanda, como buenos idiotas, te asustaron. Lo cierto es que se marcharon por esa grieta". Explicó la mescalera.

Por alguna razón, inaprehensible para mí, sus palabras me lanzaron al caos. Siempre había estado convencido de que su partida era definitiva. Sabía que no se habían ido en sentido ordinario, pero había dejado el asunto en el reino de la metáfora. Si bien había llegado a decírselo a amigos íntimos, nunca lo había creído realmente. En lo profundo de mí, nunca había dejado de ser un hombre racional. Pero la mescalera y las muchachas habían convertido mis oscuras metáforas en posibilidades reales. Lo cierto era que la mescalera nos había transportado a una blanca habitación valiéndose de la energía de su soñar.

La mescalera se puso de pie y declaró que yo lo había entendido todo y era hora de cenar. Nos sirvió lo que vi preparado cuando entré a la cocina. Pero cuando probé el primer bocado, tuve la impresión de no estar comiendo. Una vez que terminamos, se levantó y se acercó a mí.

"Creo que ya ha llegado el momento de que te vayas".

La frase parecía ser una indicación para las muchachas. Éstas dejaron los asientos a su vez.

"Si te quedas, ya nunca podrás partir. Gaspar te ofreció la libertad una vez, pero tú escogiste permanecer con él. Me dijo que si sobrevivíamos al último contacto con los aliados debía darles de comer, hacerlos sentir bien y despedirme de todos. Supongo que ni mis hermanitas ni yo tenemos dónde ir, de modo que no hay posible elección. Pero tu caso es diferente".

Las muchachas me rodearon y se despidieron una a una.

La situación era monstruosamente irónica. Podía irme, pero no tenía a dónde. Tampoco para mí había elección. Años atrás don Gaspar me había brindado una oportunidad de marcharme; ya entonces me había quedado por no tener lugar alguno al cual dirigirme.

"Se escoge sólo una vez. Elegimos ser mescaleros o ser hombres corrientes. No existe una segunda oportunidad. No sobre esta tierra".

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martes, 10 de marzo de 2009

La Atención del Naualli

"Pasamos años soñando esos sueños. Son lo mejor que tenemos porque en ellos nuestra atención está completa. En los demás sueños sigue siendo inestable". Dijo la primera chica.

La mescalera afirmó que el retener las imágenes de los sueños era un arte mescalero. Tras años de agotadora práctica, todas ellas habían logrado realizar una acción en cada sueño. La primera chica podía andar sobre lo que fuese, la segunda colgarse de todo, la tercera ocultarse tras cualquier cosa, y ella misma volar. Había llegado a poner toda su atención en una sola actividad. Pero aún eran principiantes, aprendices de ese arte. Agregó que don Gaspar era el maestro del soñar: era capaz de volver las cosas a su favor a voluntad y atender a todas las actividades de la vida diaria.

Me vi obligado a plantearle el tema de costumbre: necesitaba conocer los procedimientos, el modo en que se las arreglaban para retener las imágenes de sus sueños.

"Los conoces tan bien como yo. Lo único que puedo decirte es que tras repasar un mismo sueño una y otra vez, comenzamos a percibir las líneas del mundo. Ellas nos ayudaron a realizar lo que nos viste hacer".

Don Gaspar había dicho que la atención del naualli permanece oculto para la inmensa mayoría de nosotros, y se nos revela justo en el momento de la muerte. No obstante, existe un camino para llegar hasta él, al alcance de todos, pero cuyo recorrido solamente emprenden los mescaleros: el soñar. Soñar consiste, en esencia, en transformar los sueños corrientes en cuestiones volitivas. Los soñadores, mediante el expediente de concentrar la atención del naualli en los asuntos y sucesos de sus sueños ordinarios, los transforman en soñar.

Don Gaspar aseguraba que no existía un procedimiento específico para alcanzar la atención del naualli. Solamente me había dado pistas. La primera fue que debía buscar mis manos en sueños; entonces, el ejercicio de atención fue ampliado a la búsqueda de objetos, rasgos característicos del paisaje, como calles, edificios, etc. Desde allí había que pasar a soñar sobre lugares determinados a determinadas horas. El último grado consistía en concentrar la atención del naualli en el yo total.

Don Gaspar sostenía que esa etapa final se anunciaba generalmente por un sueño que buena parte de la gente había tenido en una u otra oportunidad, en el cual el sujeto se ve a sí mismo yaciendo dormido. Para cuando un mescalero tiene ese sueño, su atención se ha desarrollado hasta el punto de que, en vez de despertar, como les ocurre a la mayoría de las personas, da media vuelta y se pone en actividad, como lo haría en el mundo en que tiene lugar nuestra vida diaria.

En ese momento se produce una ruptura, una división definitiva en la hasta entonces unificada personalidad. En la concepción de don Gaspar, el atrapar la atención del naualli y desarrollarla hasta el nivel de perfección de nuestra atención diaria al mundo tenía por resultado el nacimiento del otro yo, un ser idéntico a uno, pero construido en el soñar. También me había hecho saber que no existen reglas establecidas para la educación de ese doble, como no existen para alcanzar la conciencia corriente. Sencillamente, se logra mediante la práctica. Él aseveraba que el método más adecuado se nos revelaba en la captación de la atención del naualli. Me instaba a practicar el soñar sin permitir que mis temores convirtieran la actividad en una carga.

Lo mismo había hecho con la mescalera y las muchachas, pero era evidente que algo les había permitido llegar a ser más receptivas que yo a la idea de otro nivel de atención.

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lunes, 9 de marzo de 2009

El arte del soñador

¿Es posible que haya seleccionado inconscientemente mis recuerdos? ¿O todo esto era obra de la mescalera? De ser cierto que al principio había limitado las posibilidades de mi memoria, para terminar luego aceptando las porciones censuradas, también debía ser verdad que había percibido mucho más respecto a las acciones de don Celestino y don Gaspar; no obstante, sólo retenía una parte del conjunto de percepciones de aquellos sucesos.

"Es difícil creer que puedo recordar en cierto momento algo que no había recordado un momento antes". Le dije a la mescalera.

"Gaspar decía que todos podíamos ver, y escoger, y sin embargo, no tener memoria de lo visto. Ahora comprendo cuánta razón tenía. Todos somos capaces de ver; unos más que otros".

Le informé a la mescalera que estaba consciente de que acababa de dar con una clave. Ellas me habían devuelto una pieza extraviada. Pero no era fácil especificar de qué se trataba. Anunció que terminaba de ver que yo había practicado mucho el soñar y ello había contribuido a desarrollar mi atención; no obstante, me dejaba engañar por mi propia apariencia de no saber nada.

"Quería hablarte de la atención, pero tú sabes tanto como yo sobre el tema".

Le aseguré que mis conocimientos eran intrínsecamente diferentes de los suyos, que resultaban infinitamente más espectaculares que los míos. En consecuencia, todo lo que me pudiera decir acerca de sus prácticas sería de valor para mí.

"Gaspar nos encomendó demostrarte que, merced a la atención, podemos retener las imágenes de un sueño tal como retenemos las del mundo. El arte del soñador es el arte de la atención".

Los pensamientos se precipitaban sobre mí como si hubiera sobrevenido un corrimiento de tierras. Tuve que ponerme en pie y andar un poco por la cocina. Volví a sentarme. Pasamos un rato en silencio. Sabía perfectamente qué había querido decir al afirmar que el arte del soñador era el arte de la atención. Comprendí entonces que don Gaspar me había dicho y mostrado todo lo posible. Sin embargo, yo no había sido capaz de captar las premisas de su conocimiento con mi cuerpo mientras lo tuve cerca. Él sostenía que la razón era el demonio que me tenía encadenado y que debía derrotarlo si quería llegar a captar sus enseñanzas. Todo, por lo tanto, consistía en dar con el medio idóneo para vencer mi razón. Nunca se me había ocurrido forzarle a que me diera una definición de lo que entendía por razón. Siempre había supuesto que con esa palabra aludía a la capacidad de entender, inferir o pensar de un modo racional, ordenado. Al escuchar a la mescalera, me di cuenta de que, para él, razón era sinónimo de atención.

La mescalera y las muchachas, al demostrarme que el arte de los soñadores consistía en retener las imágenes de los sueños mediante la atención, no habían hecho más que desarrollar el aspecto práctico del esquema de don Gaspar. Ellas habían llevado a la práctica el conjunto teórico de sus enseñanzas. Para poder realizar una exhibición de tal arte, debían valerse de su "atención del naualli". Y para poder presenciarla, yo debía hacer lo mismo.

Lo que don Gaspar había luchado por derrotar, o, mejor dicho, suprimir en mí, no era mi razón considerada en el sentido de capacidad para el pensamiento racional, sino mi conciencia del mundo del sentido común. La mescalera me había explicado el motivo por el cual él había buscado que así fuera al explicarme que el mundo diario existe porque sabemos cómo retener sus imágenes; por lo tanto, si uno pierde la atención necesaria para conservarlas, el mundo se derrumba.

"Gaspar nos decía que lo importante era la práctica. Una vez centrada la atención en las imágenes de tu sueño, queda atrapada allí para siempre. Al final puedes llegar a ser como Celestino, que recordaba cuanto había visto en todos sus sueños".

"Cada una de nosotras posee otros cinco sueños. Pero te mostramos sólo el primero porque es el que nos dejó el naualli". Dijo la primera chica.

"¿Pueden soñar cuantas veces lo deseen?"

"No. Soñar requiere mucho poder. Ninguna de nosotras tiene tanto. Mis hermanitas se ven obligadas a rodar por el piso numerosas veces, como has visto, porque, al hacerlo, la tierra les da energía. Tal vez también recuerdes haberlas visto como seres luminosos qué sorben energía de la luz de la tierra. Gaspar sostenía que la mejor manera de obtener energía consiste, desde luego, en permitir que la luz solar penetre en los ojos, especialmente el izquierdo".

Le comuniqué que nada sabía de ello y me describió un procedimiento que le había enseñado Celestino. Al oírla recordé que también me lo habían enseñado. Se trataba de mover la cabeza lentamente de un lado a otro, en tanto captaba la luz solar con el ojo izquierdo, entornado. Él afirmaba que no sólo era posible utilizar el sol, sino también cualquier otro tipo de luz susceptible de ser reflejada por los ojos.

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domingo, 8 de marzo de 2009

Una noche especial

"¿Por qué eres tan imbécil?" Me preguntó la chica dura.

"Está vacío", replicó otra de las chicas.

Me hicieron poner de pie y exploraron mi cuerpo con los ojos hasta bizquear. Me palparon la región umbilical.

"Pero, ¿por qué sigues estando vacío?" preguntó la chica dura.

"Sabes lo que debes hacer, ¿no?" agregó la segunda.

"Estuvo loco. Debe estarlo todavía". Les dijo la tercera.

La mescalera vino en mi ayuda, explicándoles que yo aún estaba vacío por la misma razón por la cual ellas no habían perdido la forma humana. En el fondo, aunque no lo reconociéramos, ninguno de nosotros deseaba el mundo del naualli. Teníamos miedo y estábamos llenos de segundos pensamientos. No dijeron palabra. Las tres parecían estar muy turbadas.

"Pobre Nagualito", me dijo la primera chica en un tono que revelaba auténtico interés. "Estás tan asustado como nosotras. Yo finjo ser dura, ella finge estar loca, y la otra finge tener mal genio y tú finges ser estúpido".

Rieron y, por primera vez desde mi llegada, tuvieron un gesto de camaradería. Me abrazaron, descansando la cabeza en mi cuerpo. La mescalera que estaba sentada frente a mí fue rodeada por las otras tres chicas, momentos después, de modo que tenía a las cuatro delante.

"Ahora podemos hablar acerca de lo sucedido esta noche. Gaspar me dijo que si sobrevivíamos al último contacto con los aliados ya no volveríamos a ser los mismos. Los aliados nos hicieron algo hoy. Nos han rechazado. Esta fue una noche especial para ti. Todos, incluidos los aliados, nos lanzamos en tu ayuda. Gaspar lo hubiese querido. Esta noche viste todo el camino".

"¿Lo crees?" pregunté.

"Ya vas de nuevo...", comentó la primera. Todas rieron.

"Háblame de mi ver. Sabes que soy idiota. No debe haber malentendidos entre nosotros".

"De acuerdo. Te comprendo. Esta noche viste a mis hermanitas".

Les dije que también había presenciado acciones increíbles realizadas por don Gaspar y don Celestino. Les había visto con la misma claridad con que acababa de ver a las muchachas, pero don Gaspar y don Celestino siempre habían llegado a la conclusión de que no había visto. Me costaba, en consecuencia, precisar en qué sentido eran diferentes los actos de las muchachas.

"¿Quieres decir que no las viste colgadas de las líneas del mundo?"

"No, no las vi".

"¿No las viste colarse por la grieta que separa los mundos?"

Les conté lo que había observado. Me escucharon en silencio. Cuando finalicé la mescalera parecía estar al borde de las lágrimas. "¡Qué lástima!", exclamó. Se puso de pie, rodeó la mesa y me abrazó. Sus ojos eran claros y serenos. Comprendí que no me guardaba rencor.

"Es parte de nuestro destino el que estés obstruido. Pero sigues siendo el naualli para nosotras. No te molestaré con feos pensamientos. Al menos, de eso puedes estar seguro".

Comprendí que lo decía de verdad. Me hablaba desde un nivel en que yo sólo había visto a don Gaspar. Había insistido en atribuir su talante a la pérdida de la forma humana; ciertamente, era una mescalera sin forma. Me recorrió una oleada de profundo cariño hacia ella. Estaba a punto de llorar. Fue en ese instante, al percibir que estaba ante una maravillosa mescalera, que me sucedió algo sumamente curioso. Tal vez la mejor forma de describirlo consista en decir que me estallaron los oídos inesperadamente. Salvo por el hecho de que sentí el estallido en medio del cuerpo, exactamente debajo del ombligo, con más intensidad que en los oídos. Una ráfaga caliente recorrió mi cuerpo. Y de pronto recordé algo que jamás había visto. Como si una memoria ajena hubiese tomado posesión de mí.

Recordé a la primera chica, aferrada a dos cuerdas rojizas horizontales, andando por la pared. A decir verdad, no caminaba: se deslizaba sobre un denso lío de líneas, sobre las cuales afirmaba los pies. La recordé jadeante y con la boca abierta, debido al esfuerzo que le representaba tirar de las cuerdas rojizas. La razón por la cual había perdido el equilibrio al finalizar su exhibición consistía en que la había visto como una luz que rodeaba el cuarto vertiginosamente; tironeaba de la zona de alrededor de mi ombligo.

También vinieron a mi memoria los actos de las otras dos. La segunda chica realmente había estado allí colgada, asiendo con la mano izquierda largas fibras rojizas verticales pendientes del oscuro techo. El brazo derecho le servía para mantenerse cogida a otras fibras, también verticales, que parecían ayudarle a conservar la estabilidad. También se sujetaba con los pies. Hacia el final de su demostración semejaba una fosforescencia cerca del techo. El contorno de su cuerpo había desaparecido.

La tercera chica se había escondido detrás de unas líneas que daban la impresión de surgir del suelo. Lo que había hecho con el brazo alzado había sido reunirlas en un haz del ancho necesario para ocultar su cuerpo. Su vestido, inflado, le había sido de gran ayuda: de algún modo había contraído su luminosidad. Su gran bulto era tan sólo aparente. Al finalizar su acto, la chica, al igual que sus compañeras, no pasaba de ser una mancha de luz. Logré pasar mentalmente de un recuerdo a otro.

Cuando les hablé de todo lo que había acudido a mi memoria, las muchachas me miraron, desconcertadas. La mescalera era la única que parecía al corriente de lo que me estaba ocurriendo. Rió verdaderamente complacida y comentó que don Gaspar tenía razón al afirmar que yo era demasiado perezoso para recordar lo que veía; en consecuencia, sólo me preocupaba por lo que miraba.

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sábado, 7 de marzo de 2009

3

No me sentía agotado; ni siquiera ligeramente cansado. Me puse de pie de un salto; sólo entonces advertí que no estábamos en la casa. Ahora nos encontrábamos de nuevo en el parque. Di un paso y estuve a punto de caer. Había tropezado con un cuerpo. Era una de las muchachas. Al tocarla, me percaté que estaba muy caliente. Parecía tener fiebre. Traté de hacerla sentar, pero estaba desmayada. Otra de las chicas estaba a su lado. A diferencia de la otra, estaba fría como el hielo. Coloqué a la una sobre la otra y las mecí. Ese movimiento les hizo recobrar el conocimiento.

La mescalera había dado con la tercera chica y le estaba ayudando a incorporarse. A los pocos minutos, todos estábamos de pie.

Ahora no me quedaba otro recurso que disponer mi ánimo para aceptar que había volado. Entonces la mescalera formó a las muchachas en una fila. Luego me atrajo a su lado. Todas ellas cruzaron los brazos tras la espalda. Hube de imitarlas. Me estiró los brazos hacia atrás todo lo que fue posible, para que me agarrara a cada antebrazo con la mano del lado opuesto fuertemente y muy cerca de los codos. La mescalera, entonces hizo el sonido de un ave. Era una señal. Una de las muchachas se lanzó hacia la calle oscura, sus movimientos me recordaron los de una patinadora. Caminaba veloz y silenciosamente y en pocos minutos desapareció de mi vista.

La mescalera repitió el sonido en dos ocasiones: las dos chicas restantes se marcharon tal como lo había hecho la primera. Me dijo que no me apartase de ella. Reprodujo el sonido una vez más y ambos nos pusimos en camino. Me sorprendía la suavidad de mi propio caminar. Todo mi equilibrio estaba centrado en mis piernas. El llevar los brazos detrás, en vez de estorbar mis movimientos, me ayudaba a conservar una curiosa estabilidad. Pero lo que más me asombraba era el silencio de mis pasos.

Cuando llegamos a la avenida comenzamos a caminar normalmente. Nos cruzamos con dos hombres que iban en dirección opuesta. La mescalera los saludó y ellos respondieron. Al llegar a la casa de la mescalera, nos encontramos a las muchachas junto a la puerta: no se atrevían a entrar. La mescalera les hizo saber que, si bien yo no era capaz de controlar a los aliados, podía llamarlos u ordenarles partir y que ya no nos molestarían. Las muchachas le creyeron, cosa que a mí no me era posible hacer en ese caso.

Entramos. Silenciosas y eficientes, se fueron a duchar con agua fría en todo el cuerpo y se pusieron ropa limpia. La mescalera me instó a hacer lo mismo. Increíblemente, la mescalera me dio ropa a mi medida. Todos estábamos alegres. Le pedí a la mescalera que me explicara lo que habíamos hecho.

"Más tarde hablaremos de eso", dijo en tono firme.


"Eres descuidado; es por eso que nunca me gustaste", me reclamó una de las chicas, trocando la sonrisa por el ceño. "Nunca me saludaste con cariño ni con respeto. Cada vez que nos encontrábamos, te limitabas a fingir que te hacía feliz verme".

Hizo una parodia de mi saludo, de una efusividad evidentemente artificial; un saludo que debía haber empleado con ella incontables veces en el pasado.

"¿Por qué nunca me preguntaste qué hacía aquí?" La mescalera intercedió, alegando que la razón por la cual jamás había dirigido más de dos palabras a la chica ni a ninguna de las otras dos era porque estaba acostumbrado a hablar únicamente con mujeres de las que estuviese enamorado, en uno u otro sentido. Agregó que don Gaspar le había dicho que debían responderme en caso de que yo les preguntara algo directamente, pero que en tanto no lo hiciera no tenían por qué decirme nada.

Otra de las chicas aseveró que yo no le gustaba porque estaba siempre riendo y tratando de ser divertido. La otra añadió que, puesto que nunca antes me había visto, yo le desagradaba por que sí, sin ningún motivo especial.

"Quiero que sepas que no te acepto como naualli", me dijo la primera chica. "Eres demasiado estúpido. No sabes nada. Yo sé más que tú. ¿Cómo podría respetarte?"

Afirmó que, por lo que a ella tocaba, le daba igual que yo regresara al lugar del cual había salido o me arrojase a un lado.

Las otras dos no dijeron nada. A juzgar por la expresión seria y concentrada de sus rostros, sin embargo, parecían estar de acuerdo con su compañera.

"¿Cómo puede guiarnos este hombre?" preguntó la chica a la mescalera. "No es un verdadero naualli. Es un hombre. Nos va a convertir en idiotas semejantes a él".

Según hablaba, la expresión vil en el gesto de las otras dos chicas se me iba haciendo más evidente. Intervino la mescalera para explicarles lo que había visto esa tarde acerca de mí. Terminó diciendo que mejor debían de cuidarse de no caer en mis redes. Tras la manifestación inicial de animosidad hacia mi persona, realizada por aquella chica, auténtica y bien fundamentada, me causó estupor ver con cuanta facilidad se sometía a las observaciones de la mescalera. Me sonrió. Es más, fue a sentarse a mi lado.

"Tú eres como nosotros, ¿no?" me preguntó ya cerca de mí. No sabía qué decir. Temía cometer un error garrafal. Era evidente que aquella chica acaudillaba a las otras dos. En el momento en que me sonrió, las otras parecieron adoptar la misma postura hacia mí.

La mescalera le dijo que no se preocuparan por mis preguntas; que, a cambio, yo no me pondría nervioso cuando ellas se dedicasen a hacer lo que más les gustaba: abandonarse a sí mismas. Las tres fueron a sentarse cerca de mí. Pedí a la chica dura que me disculpara por mis torpezas pasadas, y a todas ellas que me contasen cómo habían llegado a ser aprendices de don Celestino. Para que no se sintieran incómodas yo les conté cómo había conocido a don Gaspar.

La chica dura comentó que todas habían tenido la posibilidad de marcharse del mundo de don Celestino, pero habían elegido quedarse. Por lo que hacía a ella, en particular, siendo la primera de las aprendices, había tenido sobradas ocasiones para irse. Don Celestino le había señalado la puerta, aclarándole que, de no utilizarla en ese preciso momento, se cerraría para no volver a abrirse nunca.

"Mi destino quedó sellado en el instante en que se cerró. A ti te sucedió algo semejante".

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viernes, 6 de marzo de 2009

Elevación

Me tomó un buen rato recobrar la estabilidad física. Tenía la ropa empapada en sudor. No era yo el único afectado. Todas las muchachas estaban exhaustas y bañadas en sudor. La mescalera era la más serena, pero hasta su control parecía al borde del derrumbe. Las oía respirar por la boca, incluso a la mescalera.

Cuando recuperé por completo el control, todas se hallaban sentadas en su sitio, y me miraban fijamente. Vi de soslayo que la mescalera tenía los párpados entornados. Fue ella quien, sin el menor ruido, rodó hasta mi lado y me susurró al oído que debía ejecutar mi llamado de cigarras, insistiendo en ella hasta que los aliados arribaran a la casa y estuviesen a punto de lanzarse sobre nosotros.

Vacilé un instante. Me indicó, siempre quedamente, que no había modo de alterar el curso de los acontecimientos y que debíamos terminar con lo que habíamos iniciado. Tras quitarme el rebozo que rodeaba mi cintura, regresó a su sitio y se sentó.

Me cubrí la boca con la mano izquierda e intenté reproducir el llamado. Al principio me resultó muy difícil. Tenía los labios y las manos húmedas, pero tras la torpeza inicial sobrevino una sensación de vigor y bienestar. El sonido fluyó más impecablemente que nunca. Me recordó a aquella presencia que respondió a mi señal en el parque. Tan pronto como dejé de hacerlo, oí la réplica, desde todas las direcciones.

La mescalera me ordenó con un gesto que prosiguiera. Repetí el llamado tres veces. La última fue totalmente magnética. No necesité tomar aire para soltarlo en pequeñas dosis, como había estado haciendo hasta entonces. El sonido salió de mi boca sin el menor esfuerzo.

De pronto, la mescalera se precipitó hacia mí, me alzó por las axilas y me llevó al centro de la habitación. Advertí que una de las muchachas estaba asida a mi brazo derecho, otra al izquierdo y la tercera estaba de espaldas ante mí, y me aferraba por la cintura extendiendo los brazos hacia atrás. La mescalera se hallaba detrás de mí. Me hizo alargar las manos hacia ella y apoderarme de los extremos de su rebozo, con el cual se había envuelto cuello y hombros al modo de un arreo.

En ese momento me di cuenta de que en el lugar había algo además de nosotros, pero no alcanzaba a determinar de qué se trataba. Las muchachas temblaban. Comprendí que ellas tenían conciencia de una presencia que yo no era capaz de distinguir. Súbitamente, sentí que el viento que penetraba por el ojo de la puerta nos empujaba. Me sujeté con todas mis fuerzas al rebozo de la mescalera, en tanto las muchachas hacían lo propio conmigo. Girábamos, caíamos y oscilábamos como una gigantesca hoja carente de peso.

Abrí los ojos y comprobé que teníamos el aspecto de un bulto. Tanto podíamos estar en posición vertical como yacer horizontalmente en el aire. Era imposible precisarlo, pues no tenía puntos de referencia sensorial. Entonces, tan de improviso como habíamos sido alzados, se nos dejó caer. Todo el peso del descenso se hizo sentir en la línea media de mi cuerpo. Aullé de dolor y mis alaridos se sumaron al de las muchachas. Me dolía la parte posterior de las rodillas. Una presión insoportable se ejercía sobre mis piernas de forma que pensé que se me habían fracturado.

Mi siguiente impresión fue la de que algo me entraba en la nariz. Todo estaba muy oscuro y me encontraba tumbado boca arriba. Me senté. Descubrí que la mescalera me hacía cosquillas con una ramita en las fosas nasales.

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jueves, 5 de marzo de 2009

Exhibición inverosímil

Ya en aquella blanca habitación cerrada, una de las muchachas se levantó y caminó de puntillas por el cuarto, junto a las paredes. No podía decir exactamente que caminara; más bien se deslizaba silenciosamente. Según aumentaba la velocidad, parecía que planeaba; pisaba en el ángulo formado por los muros y el piso. Saltaba sobre las dos chicas, la mescalera y yo cada vez que nos encontraba en su recorrido. En cada caso sentí el roce de su falda al pasar. Cuanto más corría, más se elevaba, sin despegarse de las paredes. Llegó el momento en que transitó silenciosamente por los cuatro costados de la habitación a más de metro y medio del suelo. Su imagen, perpendicular a las paredes, resultaba tan inverosímil que rayaba en lo grotesco. Su largo traje hacía que la escena fuese aún más fantástica. La gravedad parecía no afectar a la joven, pero sí a su falda, que se arrastraba. Siempre que pasaba por sobre mi cabeza me barría el rostro.

Había captado mi atención a un nivel que yo no había sido capaz de imaginar. La tensión producida por la concentración era tan grande que comencé a experimentar convulsiones en el estómago; era en ese órgano donde parecía desarrollarse su carrera. Tenía la mirada desenfocada. Perdida ya casi por completo mi concentración, vi a la joven descender diagonalmente por la pared este y detenerse en el centro del recinto.

Resollaba, sin aliento, y estaba bañada en sudor. Mantenía el equilibrio a duras penas. Un momento después regresó a su sitio junto a la pared este y se desplomó como un trapo húmedo. Supuse que se había desmayado, pero no tardé en advertir que respiraba deliberadamente por la boca.

Tras unos minutos de quietud, los necesarios para que la joven recobrara fuerzas y volviera a sentarse erguida, otra se puso de pie y corrió hasta el centro del cuarto, giró sobre sus talones y se lanzó hacia su lugar de partida. La carrera le permitió cobrar el impulso necesario para realizar un extraño salto. Brincó como un jugador de basquetbol. Vi como su cuerpo daba con violencia contra el techo aunque no se produjo el sonido de choque. Esperaba ver cómo rebotaba en el suelo con la fuerza del impacto, pero permaneció allí colgada, sujeta a la superficie como un péndulo. Desde donde me hallaba, tuve la impresión visual de que sostenía de un garfio que tenía en la mano izquierda. Se balanceó en silencio durante un momento para luego apartarse de golpe de la pared. Repitió la operación treinta o cuarenta veces. Rodeó así toda la habitación y terminó por subirse a las vigas, de las cuales quedó pendiendo en equilibrio precario mediante un sostén invisible.

Al verla sobre los maderos tomé conciencia de que lo que yo imaginaba como un garfio no era sino cierta cualidad de la mano que le posibilitaba el mantenerse suspendida. Terminó su exhibición cuando quedó pendiente de las vigas en el centro mismo del cuarto. De pronto se dejó caer. Su vestido se alzó, cubriéndole el rostro. Por un momento, antes de que tocara tierra sin un solo sonido, semejó un paraguas.

Mi cuerpo acusó el impacto de su caída a plomo, tal vez más que el suyo propio. Tomó tierra en cuclillas y quedó inmóvil, tratando de recobrar el aliento. Yo estaba tumbado en el piso, presa de dolorosos calambres en el estómago.

La mescalera cruzó el lugar rodando, se quitó el rebozo y me envolvió con él la región umbilical, como si se tratara de una venda dándole dos o tres vueltas. Regresó rodando a la pared sur como una sombra.

Mientras disponía el rebozo a mi alrededor, perdí de vista a la joven que se dejó caer. Al alzar la mirada la descubrí sentada nuevamente junto a la pared norte. Un instante más tarde, la chica que faltaba se dirigió en silencio hacia el centro de la habitación. Se paseaba de un lado para otro, entre el lugar en que se hallaba una de sus compañeras y su propio sitio, con pasos inaudibles. No cesaba de mirarme. Súbitamente, mientras se aproximaba a su puesto, alzó el antebrazo izquierdo, llevándolo al nivel del rostro, como si quisiera evitar verme. Se cubría así parcialmente la cara. Dejó caer el brazo para volver a levantarlo, ocultando esta vez por completo su rostro. Repitió el movimiento incontables ocasiones, en tanto andaba sin producir sonido alguno de un lado a otro. Cada vez que alzaba el brazo, una porción mayor de su cuerpo desaparecía de mi vista. Llegó el momento en que todo su cuerpo se desvaneció, rodeado de ropas, tras su delgado antebrazo.

Una vez escondido todo su cuerpo, todo lo que yo lograba ver era el perfil de su antebrazo suspendido en el aire, meciéndose de un lado a otro de la habitación; en cierto momento apenas se veía su brazo. Sentí asco, una náusea insoportable. Ese brazo oscilante agotó mis energías. Caí sobre un lado, incapaz de mantener el equilibrio. Vi caer el brazo al suelo. La chica yacía en el piso, cubierta de ropas, como si su vestido hubiese estallado. Estaba boca arriba, con los brazos extendidos.

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miércoles, 4 de marzo de 2009

Presencias

Comencé a realizar el llamado de las cigarras, no sin experimentar cierta resistencia. De inmediato me vi superado por las circunstancias; descubrí en cuestión de segundos, que había dedicado toda mi concentración a producir el sonido. Modulé su formación y controlé la salida de aire de mis pulmones para dar lugar al sonido más prolongado posible. Resultó muy melodioso.

Aspiré profundamente para lanzarme a una nueva serie sonora. Luego me detuve. Algo, a lo lejos del parque, respondía a mi llamado. Sones igualmente rítmicos llegaban de todas partes del lugar, incluso arriba de nosotros. Las tres muchachas se levantaron para acurrucarse como niñas asustadas en torno de la mescalera y de mí.

Por favor, nagual, no dejes que vengan”.

Hasta la mescalera parecía un tanto sobresaltada. Me ordenó que me detuviera con un enérgico gesto. Yo no me proponía en modo alguno insistir. Los aliados, de cualquier manera, fuesen fuerzas informes, o seres que rondaban cerca del lugar, no dependían de mi expresión sonora. Experimenté una presión insoportable, un peso descargado en todo el parque. Lo percibía en el ombligo como una comezón, una excitación que de pronto se convirtió en un agudo dolor físico.

Las tres muchachas estaban presas del terror. Ambas gemían como perros heridos. Me rodearon y se prendieron de mí. Una se aferró entre mis piernas. La mescalera estaba de pie a mis espaldas y conservaba la calma en la medida en que le resultaba posible. Al poco rato la histeria y el miedo de las tres muchachas adquirieron proporciones incalculables. La mescalera se inclinó y murmuró en mi oído que debía producir el sonido opuesto, aquel capaz de dispersarlos. Experimenté durante un instante una suprema incertidumbre. A decir verdad, no conocía ningún otro sonido. Pero en ese momento sentí un ligero cosquilleo en la cabeza, un escalofrío recorrió mi cuerpo y mi memoria recuperó de quien sabe dónde un silbido singular que don Gaspar solía emitir por las noches y que se esforzaba por enseñarme.

Comencé a silbar y la presión que sentía sobre mi zona umbilical cesó. La mescalera sonrió y suspiró aliviada y las muchachas se apartaron de mí, sofocando risillas como si todo lo sucedido no hubiese pasado, y que sólo haya sido una broma. Consideré por un momento la posibilidad de que todo aquello no fuese más que una treta de las muchachas. Pero estaba demasiado débil. Me sentí al borde del desvanecimiento. Me zumbaban los oídos. La tensión en torno a mi estómago era tan violenta que creí enfermar. Apoyé la cabeza contra el suelo. No obstante, pasados unos pocos minutos, me encontré en condiciones de sentarme de nuevo.

Las tres muchachas parecían haber olvidado el susto. De hecho, reían y jugaban entre ellas, empujándose unas a otras y rodeándose las caderas con sus rebozos. La mescalera no se veía nerviosa; tampoco se la veía relajada.

En cierto momento, una de las chicas fue empujada por las otras dos y cayó. Pensé que se iba a enfadar pero fue lo contrario: rió como una tonta. Miré a la mescalera, pidiéndole instrucciones. Entonces las otras dos se desplomaron. En el suelo, su silencio fue aún mayor. No hubo otro sonido que el suave crujir de sus ropas al arrugarse y arrastrarse. La mescalera, que se había mantenido sentada a mi lado observándolas en silencio, se puso en pie de repente; me hizo señas para que me acercase a ella y me hizo sentar en el suelo. Ella hizo lo mismo, situándose a mi derecha. Me ordenó entrecruzar los dedos y llevar las manos a la región umbilical, sobre el ombligo.

Al principio me vi obligado a dividir mi atención entre la mescalera, las chicas y el derredor. Pero una vez que la mescalera hubo dispuesto mi posición, fue el lugar lo que atrajo mi curiosidad. En un parpadeo, las tres muchachas yacían en el centro de un cuarto amplio y de color blanco. Había también cuatro lámparas, una en cada pared, colocadas sobre repisas empotradas a unos dos metros del suelo. Al mirar la puerta que tenía delante, advertí que las paredes se correspondían en su orientación con los puntos cardinales. Nos encontrábamos en el ángulo noroeste.

Las tres muchachas recorrieron la habitación varias veces, rodando en el sentido opuesto al de las agujas del reloj. Me esforcé por percibir el roce de sus ropas pero el silencio era absoluto. Sólo oía la respiración de la mescalera. Finalmente, las muchachas se detuvieron, para sentarse con la espalda contra la pared, cada una bajo una lámpara. Cada una en los distintos puntos cardinales.

La mescalera se puso de pie, cerró la puerta que teníamos detrás y la aseguró con una barra de hierro. Me hizo desplazar unos pocos centímetros, sin variar la posición, hasta que me hube apoyado en la puerta. Entonces, silenciosamente, atravesó la habitación girando y fue a sentarse bajo la lámpara de la pared sur; su llegada a esa posición parecía indicar el comienzo.

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martes, 3 de marzo de 2009

4

"¿Y en qué consiste ese arte?"

"Celestino me contó que intentó innumerables veces darte a conocer el arte del soñador. Exhibió ante ti su otro cuerpo: el del soñar; en una ocasión te hizo estar en dos sitios simultáneamente, pero tu vaciedad no te permitió ver lo que te indicaba. Ahora parece que es diferente. Celestino hizo de unas personitas las extraordinarias soñadoras que son; esta noche ellas te revelarán el arte de Celestino.

"Celestino nos enseñó, a ti y a mí, a ser desapasionados. Yo soy más desapasionada que tú por cuanto carezco de forma. Tú aún la conservas y estás vacío. Es decir, que tienes toda clase de problemas. Algún día, sin embargo, volverás a estar completo y te darás cuenta de que Celestino tenía razón. Afirmaba que el mundo de las gentes sube y baja y las gentes suben y bajan con su mundo; como mescaleros, no tenemos por qué seguirlas en sus subidas y bajadas.

"El arte de los mescaleros consiste en estar fuera de todo y pasar desapercibido. Y, sobre todo, en no malgastar el poder. Gaspar me informó de que tu problema es que siempre te enredas en idioteces, como ahora".

Su risa era clara y contagiosa. Hube de reconocerle que tenía razón. Los pequeños problemas siempre me habían fascinado. No le oculté que el empleo que hacía del término "atención" me desconcertaba.

"Ya te he hecho saber lo que Gaspar me transmitió acerca de la atención. Captamos las imágenes del mundo mediante nuestra atención. Es muy difícil enseñar a un varón el arte de los mescaleros porque su atención siempre está bloqueada, dirigida hacia algo. Una mujer, por el contrario, se halla siempre abierta, puesto que durante la mayor parte del tiempo no concentra su atención sobre nada específico. En especial cuando tiene la regla. Gaspar insistía en ello; además, me demostró que en ese período mi atención escapaba de las imágenes del mundo. Si no lo atiendo, el mundo se desploma".

"¿Cómo es eso?"

"Es muy sencillo. Mientras una mujer menstrúa, le es imposible concentrar su atención en nada. Esa es la fractura a la cual se refería Celestino. En vez de luchar por focalizarla, la mujer debe dejarse ir de las imágenes fijando la vista en el horizonte distante, o en el agua de los ríos, o en las nubes.

"Si miras con los ojos abiertos, te confundes y la vista se te nubla; pero si los entornas y parpadeas constantemente y observas las nubes de una en una, puedes pasar horas haciéndolo, o días, si es necesario.

"Celestino tenía por costumbre hacernos sentar ante la puerta y contemplar el horizonte. A veces se sentaba a nuestro lado durante días enteros, hasta que la fractura se producía".

Me hubiera gustado que siguiera hablando, pero calló y se apresuró a sentarse muy cerca de mí. Me indicó con un gesto que escuchase. Oí un crujido y, de pronto, una chica que estaba sentada muy cerca de ahí camino hacia nosotros. Supuse que había estado escuchando la plática que la mescalera y yo manteníamos.

Se acercó y saludó a la mescalera con un formal "Buenas noches, hermana". Se volvió a mí y dijo: "Buenas noches, nagual".

Su saludo fue tan inesperado y su tono tan serio que estuve al borde de la risa. Capté una advertencia disimulada en la mescalera. Fingía rascarse la cabeza con el dorso de la mano izquierda. Respondí tal como lo había hecho la mescalera.

Se sentó al lado de mí, a mi derecha. No sabía si debía iniciar una conversación. Estaba por decir algo cuando la mescalera me tocó la pierna con la rodilla y, con un sutil movimiento de cejas, me indicó que escuchara. Otra chica que camina hacia donde estábamos se detuvo un momento frente a nosotros. Nos saludó: a la chica, a la mescalera y a mí, en ese orden. A pesar de que las luces estaban encendidas, no logré verle el rostro. Llevaba un vestido largo y un rebozo, e iba descalza. Me percaté que la mescalera y la chica vestían igual a esta chica que apareció. Su aspecto era totalmente estrafalario; luego noté que su rostro se veía delgado y joven, pero su cuerpo estaba grotescamente inflado.

Se sentó en el suelo mirándome. Las tres parecían sumamente serias. Estaban sentadas con las piernas juntas y las espaldas rígidas.

Percibí el rumor de ropas arrastradas y apareció otra chica más. Su vestimenta era similar a la de las otras y tampoco estaba calzada. Su saludo fue igualmente formal y la lista previa a mí incluyó a la joven sentada en el suelo. Todos le respondimos en el mismo tono. Se sentó al lado de la joven del suelo. Permanecimos en total silencio por un buen rato.

La mescalera habló, de improviso. El sonido de su voz nos hizo dar un sobresalto. Dijo, señalándome, que el nagual iba a mostrarles a sus aliados, y que iba a valerse de su llamado especial para atraerlos. Intenté hacer una broma diciendo que el nagual no estaba allí, de modo que no podía convocar aliado alguno. Esperaba que rieran. La mescalera se cubrió el rostro y las jóvenes se quedaron mirando. La mescalera me tapó la boca con la mano y me susurró al oído que era necesario que me abstuviera de decir idioteces. Me miró a los ojos y me ordenó invocar a los aliados mediante el llamado de las cigarras.

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lunes, 2 de marzo de 2009

Excursus

Los nauallis me dijeron que tú lo entendías todo, pero te negabas a hacer nada al respecto”, afirmó la mescalera en voz muy queda.

Volví a enfurecerme. Le hice saber que lo que los nauallis le hubiesen dicho de mí nada tenía que ver con el asco que experimentaba frente al tema que estábamos tocando. Le expliqué que amaba a aquella chica y sentía el más profundo respeto por ella, así como también una gran simpatía por el mundo que le rodeaba. No concebía la posibilidad de hacer daño a una joven, por razón alguna.

Los nauallis no establecieron las reglas. Las reglas fueron establecidas en alguna parte, allí fuera; no por un hombre”.

Me defendí arguyendo que no estaba enfadado con ella ni con los nauallis, sino que hablaba en abstracto, puesto que no alcanzaba a percibir la importancia de todo aquello.

"La importancia viene dada por el hecho de que necesitamos de toda nuestra fuerza; hemos de estar completos para entrar en ese otro mundo. Yo era una mujer muy creyente. Puedo decirte lo que solía repetir sin conocer el significado de las palabras. Deseaba que mi alma fuese al cielo. Es lo que sigo buscando, aunque ahora lo haga por un camino diferente. El mundo del naualli es el reino de los cielos".

Protesté por principio ante la connotación religiosa que pretendía atribuir a la cuestión. Loreto me había acostumbrado a no explayarme nunca sobre el tema. Con mucha serenidad me expuso que ella no veía diferencia alguna en cuanto al tipo de vida, entre nosotros y los verdaderos sacerdotes. Destacó que no sólo los auténticos sacerdotes eran completos por norma, sino que ni siquiera se debilitaban con actos sexuales.

"Los nauallis decían que esa es la razón por la cual nunca serían exterminados, no importa quién trate de hacerlo. Sus seguidores siempre están vacíos; carecen del vigor de los pastores. Me gustó que los nauallis dijeran eso. Siempre les tuve cariño. Nosotros somos como ellos. Hemos dejado el mundo y, sin embargo, nos mantenemos en medio de él. Los sacerdotes serían grandes mescaleros voladores si alguien les dijera que pueden serlo".

Recordé que en una ocasión le dije a don Gaspar, como si estuviera expresando una opinión propia, algo que había estado oyendo durante toda mi vida: que la estratagema clásica de la Iglesia consistía en mantenernos en la ignorancia. Don Gaspar se puso muy serio. Parecía que mis palabras habían tocado una fibra muy profunda dentro de él. Pensé inmediatamente en los siglos que había durado la explotación de los indios.

Esos sucios bastardos. Me han mantenido en la ignorancia, y a ti también”. Respondió aquella vez don Gaspar. Capté su ironía de inmediato y ambos reímos. Nunca me había detenido a examinar esa conversación. Yo no pensaba como él, pero tampoco me oponía a su concepción.

Pero no importa lo que nadie diga ni haga. Tú debes ser impecable. La lucha se libra en nuestro pecho”. Me dio unos ligeros golpes en el pecho. “Si te propones ser un mescalero impecable, no perderás el tiempo en discusiones. Hay que dedicar todo el tiempo y toda la energía para poder superar la propia estupidez. Y eso es lo importante. El resto no vale la pena. Ser un mescalero impecable te dará vigor y juventud y poder. De modo que lo que debes hacer es escoger sabiamente”.

Mi opción era la impecabilidad y sencillez de una vida de mescalero. Debido a ello me resultaba evidente que debía tomar las palabras de aquella mescalera con la mayor seriedad, lo cual me parecía aún más amenazador que los actos de don Gaspar. Él solía asustarme profundamente. Sus acciones, aunque terroríficas, eran asimiladas, sin embargo, en la continuidad coherente de sus enseñanzas. Tanto las afirmaciones como los hechos de la mescalera significaban una amenaza de diferente clase para mí, en cierto sentido más concreto y real.

La mescalera se estremeció. Un escalofrío recorrió su cuerpo, obligándola a contraer los músculos de hombros y brazos. Se aferró al borde de la banca. Luego se relajó, y volvió a ser la de siempre. Me sonrió. Sus ojos y su sonrisa eran deslumbradores. Dijo en tono despreocupado que acababa de ver mi dilema.

Es inútil que cierres los ojos y finjas que no quieres hacer ni saber nada. Podrás hacerlo con los demás, pero no conmigo. Ahora comprendo por qué los nauallis me encargaron transmitirte todo esto. Yo no soy nadie. Tú admiras a los grandes personajes; Gaspar y Loreto eran los más grandes de todos”. Calló y me estudió. Parecía esperar mi reacción ante su discurso.

Luchaste contra todo lo que Gaspar y Loreto te enseñaron, constantemente. Es por eso que estás retrasado. Y luchaste contra ellos porque eran grandes. Ese es tu modo de ser. Pero no puedes luchar conmigo porque te es imposible levantar la vista hacia mí. Soy tu par; formo parte de tu ciclo. A ti te agrada enfrentar a quienes son mejores que tú. Yo no constituyo un desafío. De modo que aquellos dos demonios acabaron por atraparte a través de mí. Pobre nagualito, has perdido la batalla”.

Se me acercó y me susurró en el oído que conocía mis debilidades. Me rodeó con sus brazos, apoyando la cabeza sobre mi hombro y rió queda y suavemente. Su ver me había dejado entumecido. Sabía que tenía toda la razón. Permaneció un largo rato con su cabeza junto a la mía. En cierto modo, la proximidad de su cuerpo resultaba tranquilizadora. En eso se parecía a Loreto. Rezumaba fuerza y convicción y firmeza de propósitos. Se había equivocado al decir que no podía admirarla.

Olvidemos esto. Hablemos acerca de lo que debemos hacer esta noche”.

“¿Qué es exactamente lo que vamos a hacer?”

Tenemos una última cita con el poder”.

“¿Se trata de otra espantosa batalla con alguien?”

No. Hay algo que necesitas observar. Los nauallis me dijeron que después de eso podías marcharte para no retornar jamás, o tomar la decisión de quedarte con nosotros. De todos modos, lo que debes observar es un arte: el arte del soñador”.

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