jueves, 15 de noviembre de 2007

Bibliófilos

Le había comentando (más bien creo fue presunción) a Erika sobre el libro de El psicoanalista de John Katzenbach que encontré a un precio barato y con una presentación excelente, a comparación de las otras librerías que ella frecuenta. Erika me pidió que la acompañara a mi librería favorita para ir por el libro. Accedí, y me dijo que, a las 10 am, pasara a verla a su trabajo. Llegué algo impuntual y me hizo esperarla unos minutos en el área de administración, mientras volvía de entregar unos documentos. Me dio mucha gracia lo que sucedió en su ausencia: Había una persona, creo de Coordinación en su escritorio; vi que otro fulano salió del área de Recaudación. Saludé como se debe, pero el fulano no correspondió. Por el reflejo de los vidrios me di cuenta que el de recaudación le hizo una seña al de coordinación preguntando quién era yo, el otro se alzó de hombros y ambos desaparecieron... En eso llegó Erika, y nos dirijimos a la zona centro de la ciudad. Le pregunté si ya había salido así de su trabajo; me dijo que no, que había solicitado permiso.

Caminamos por la avenida Héroes --cuidándonos de no resbalar porque las banquetas estaban mojadas--, mientras hablábamos de libros que habíamos leído; del evento de cultura que habrá en Chetumal, y de pasada, de los trabajos finales.

Cuando llegamos a la librería comenzamos a mirar todos los títulos y presentaciones. Qué libros habíamos leído y cuáles nos faltaban por leer. Me preguntó por el libro de Katzenbach, y acto seguido me dirigí al estante donde estaba; cuando lo hallé se lo presumí. Le brillaron los ojos, y luego retornó a mirar más libros. Revisamos autores como Enríquez Ureña, José Martí, Juan Ramón Jiménez, Mark Twain, Unamuno, Federico Gamboa, Louisa May Alcott, Julio Verne, etc, etc; también algunas antologías de poesía latinoamericana, obras teatrales... Recordé que en una ocasión, me había dicho que comprar libros le provocaba el mismo estímulo como cuando está en una tienda de ropa, y no poder elegir una blusa. Revisé los estantes con la esperanza de encontrar aquella edición que tenía una buena presentación de Madame Bovary: una novela que jamás he leído y que a Erika le encanta muchísimo. Encontré una presentación algo llamativa, y le dije que me llevaría esa. En realidad daban ganas de llevarse más libros, pero de saber que teníamos tantas cosas pendientes, recapacitamos en que era mejor adquirirlos poco a poco. Y al ver que no nos motivaba alguna obra más, decidimos marcharnos.

Llegamos con la dependiente; Erika hizo una expresión de sorpresa: encontramos los libros de Doris Lessing. Preguntó por El cuaderno dorado, pero no estaba y sólo había cuatro títulos de otras novelas de esa autora. Yo ya estaba sacando los billetes, cuando Erika me dijo que ella pagaba los dos libros. "No, cómo crees, Erika...", pero ella extendió el billete a la dependiente.

"Sí, que lo paguen ellos..." le dijo la joven a Erika. Yo me sonreí, y le di los billetes a Erika, pero hizo un gesto como dando a entender que la ofendía. "Creo que mejor llevaré otro libro..." "Llévalo, si quieres..." La dependiente me miró con extrañeza, porque soy cliente frecuente del lugar, como diciéndome: "¿Qué onda con ustedes dos?" Realmente me sentí avergonzado.

Erika es la única amiga a la que le gusta mucho la literatura. Comprar libros; comentar y devorar los libros como le digo, y sobre todo, si son nuevos, olerlos y disfrutarlos como aspirar una droga que te transporte a mundos no imaginados. Le comenté que cuando estudiaba en la primaria, y los maestros repartían los libros de textos gratuitos, lo primero que hacía era olerlos y encerrarme en mi cuarto con los libros de español de lecturas.

Y cuando salimos de la librería (yo que tenía la bolsa con los libros), me pidió el de El psicoanalista. Tenía ganas de oler las páginas. Le dije que exageraba, que podía esperarse cuando llegara a casa. Luego me reclamó del por qué yo había conseguido ese libro si le había mencionado que no me había gustado en lo absoluto. Nada más me sonreí. Sentí que alguien nos seguía pero no dí importancia, seguimos caminando hasta la avenida Obregón, y ahí decidió tomar un taxi de regreso a su trabajo. Yo decidí irme hasta el paradero de autobuses. Nos despedimos, y di las gracias, pero creo que no me pudo escuchar, porque tenía las ventanas cerradas.

Cuando se fue, miré la bolsa con el libro que me había regalado. Me sentía avergonzado, quizá era mi orgullo de no haber pagado mi propio libro, pero luego reflexioné y recordé a todas esas personas que me habían regalado libros: Eran realmente mis verdaderos amigos. Pero luego analizé y me vinieron en mente esas personas que sin conocerlas totalmente, me habían dado también libros como regalo. Me entró un extraño pensamiento del por qué surgía un estado de ánimo semejante por regalar algo a alguien: quizá era un estado en el que uno siente que está en deuda con alguien, la gratitud, la culpabilidad, no sé. No es necesario un evento especial, simplemente son las ganas de compartir algo con alguien. O quizá son actos de agradecimiento... pero recordé que esos eran de motivos formales.

Me fui caminando, al mismo tiempo que reflexionaba estas cosas: las sin razones. A esas personas que me habían dado tales presentes, jamás les había correspondido. Me dio un ligero dolor en la cabeza, y definí que me sentía como endeudado, como si tuviera la obligación de regresar algo a cambio...

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