lunes, 3 de septiembre de 2007

El llamado de don Fabián

Un grupo de diez mujeres y once hombres salió de la casa. El que iba a la cabeza del grupo tendría quizás alrededor de 55 años. Lo llamaban Goyo. Daba pasos firmes, ágiles. Llevaba una lámpara que al ir caminando, la agitaba de lado a lado. Al principio pensé que la movía nada más por mover, pero luego me di cuenta que lo hacía para marcar un obstáculo en el camino. Anduvimos más de una hora. Las mujeres charlaban y reían suavemente de vez en cuando. Don Celestino y el otro anciano iban al principio de la fila; yo la cerraba, y mantenía mis ojos en el suelo, tratando de ver por dónde pisaba.

Habían pasado cuatro meses desde que don Celestino y yo habíamos platicado con lo referente a este mismo encuentro. Me dí cuenta que yo había perdi­do mucha destreza física. Tropezaba a cada rato, e invo­luntariamente pateaba piedras. Era yo quien más ruido hacía al caminar, y eso me convertía en la burla. Alguien del grupo gritaba cada vez que yo tropezaba, y todos reían. En cierto momento, una de las piedras que pateé golpeó el talón de una mujer y ella dijo en voz alta, para que todos se rieran: "¡Denle una luz a ese pobre muchacho!" Pero la mortificación culminante fue cuando tropecé y tuve que agarrarme al que estaba frente a mí; el hombre casi perdió el equilibrio a causa de mi peso y soltó un grito a propósito. Todo el mundo rió tan fuerte que se tuvieron que dete­ner un momento.

En determinado momento, el hombre que guiaba movió la lámpara hacia arriba y hacia abajo. Esa parecía ser la señal de que habíamos llegado a nuestro destino. Hacia mi izquierda, a corta distancia, se vislumbraba la silueta oscura de una casita. El grupo se dispersó en distintas direcciones. Busqué a don Celestino. Era difícil hallarlo en la oscuridad. Cuando lo encontré, me dijo que mi deber era llevar agua para los hombres. Años antes me habían enseñado el procedimiento, pero según él, estaba con la mente en blanco, que decidió refrescar mi memoria e instruirme de nuevo.

Después fuimos atrás de la casa, donde todos los hom­bres se habían reunido. Ardía un fuego. A unos 5 metros de la hoguera había un área despejada cubierta de petates. Goyo fue el primero en sentarse en uno de ellos. Don Lalo tomó asiento a su derecha y don Celestino a su izquierda. Goyo se hallaba encarando el fuego. Un joven se acercó y puso frente a él una canasta con kuxumes; luego tomó asiento entre Goyo y don Lalo. Otro joven trajo dos canastas pequeñas y las puso junto a los kuxumes para luego sentarse entre Goyo y don Celestino. Los otros dos jóvenes flanquearon a don Lalo y a don Celestino, cerrando un círculo de siete personas. Las mujeres se quedaron dentro de la casa. Dos jóvenes estaban a car­go de mantener el fuego ardiendo toda la noche, y un adolescente y yo guardábamos el agua que se daría a los siete participantes tras su ritual de toda la noche. El mucha­cho y yo nos sentamos junto a una roca. El fuego y el receptáculo con agua se hallaban en lados opuestos y a igual distancia del círculo de participantes.

Goyo comenzó a cantar; tenía los ojos cerrados; su cuerpo se meneaba hacia arriba y hacia abajo. La canción era muy larga. No comprendí el idioma. Después todos ellos, uno por uno, cantaron sus canciones. No parecían seguir ningún orden pre­concebido. Aparentemente cantaban cuando tenían ganas de hacerlo. Luego Goyo sostuvo la canasta, tomó dos y volvió a dejarla en el centro del círculo; don Lalo fue el siguiente y después don Celestino. Los cuatro jóvenes, que parecían formar una unidad aparte, tomaron cada uno dos kuxumes, siguiendo una dirección contraria a la de las manecillas del reloj. Cada uno de los siete participantes cantó y comió dos kuxumes cuatro veces consecutivas; luego pasaron las otras dos canastas, que contenían fruta y carne seca.

Repitieron este ciclo varias veces durante la noche, pero no me fue posible detectar ningún orden en sus movimientos. No hablaban entre sí; más bien parecían hallarse solos y ensimismados. Ni siquiera vi que alguno de ellos prestara atención a lo que hacían los demás.

Antes del amanecer se levantaron, y el muchacho y yo les dimos agua. Después, caminé por los alrededores para orientarme. La casa era una choza de una sola habitación, una construcción de concreto de poca altura y techo de huano. El paisaje en torno era bastante asfixiante. No me dieron ganas de aventurarme más allá de la casa. Miré de nuevo hacia el grupo de los hombres. No habían cambiado en nada su postura. Tras un momento tomé conciencia de una tenue luz rosa y un zumbido en mis orejas. Tuve un instante de intenso desconcierto y luego un pensamiento cruzó por mi mente: un pensamiento que no tenía nada que ver con la escena que presenciaba ni con el propósito que yo tenía en mente para estar allí. Recordé algo que mi bisabuelo me dijo una vez, cuando yo era niño. El pensamiento distraía y no venía en absoluto al caso; traté de descartarlo y concentrarme de nuevo en mi persistente observación, pero no pude. El pensamiento llegó más fuerte, más exigente, y entonces con claridad oí la voz de mi bisabuelo llamarme. Sin embargo, la luminosidad había desaparecido, al igual que el zumbido en mis orejas.

Me sentí aliviado. Pensé que la alucinación de oír la voz de mi bisabuelo había concluido. Qué clara y vívida había sido esa voz. Me dije una y otra vez que, por un instante, la voz casi me había atrapado. Noté vagamente que don Celestino estaba mirándome, pero eso no importaba. Lo principal era el recuerdo del llamado de mi bisabuelo. Pugné desesperadamente por pensar en otra cosa. Y entonces oí la voz de nuevo, con tanta claridad como si mi bisabuelo estuviera detrás de mí. Decía mi nombre. Me volví con rapidez, pero no vi más que la silueta oscura de la choza y los árboles más allá.

El oír mi nombre me produjo la más profunda angustia. Gimoteé involuntariamente. Sentí frío y mucha soledad y empecé a llorar. En ese momento tenía la sensación de nece­sitar a alguien que se preocupara por mí. Volví el rostro para mirar a don Celestino; me observaba. No quería verlo, de modo que cerré los ojos. Y entonces vi a mi bisabuelo. No era el pensamiento de mi bisabuelo, la forma en que suelo pensar en él. Era una visión clara de su persona parada junto a mí. Me sentí desesperado. Temblaba y quería es­capar. La visión de mi bisabuelo era demasiado inquietante, demasiado ajena a lo que yo perseguía en ese mitote.

0 comentarios: