martes, 14 de agosto de 2007

Sueño # 8

Estaba apreciando los cayucos que estaban al borde del Río Hondo, el límite fronterizo que divide Belice de México. Estaba tan concentrando apreciando la calma del río, cuando escuché una voz muy familiar. Me dieron ganas de saltar de emoción al ver a don Gaspar de pie frente a mí. Pero por algún motivo algo me frenó. Sabía que don Gaspar ya no estaba en este mundo. Por lo tanto, no era nada más que un sueño.

"Me recuerdas, porque ya estás muy cerca de la bóveda". Asentí. Comprendí a lo que se refería. Sólo don Gaspar estaba en mi memoria, en mis recuerdos, era la esencia de mi aprendizaje, y por otro lado, en los lugares donde estuve había olvidado todo recuerdo y ley de un mescalero.

Don Gaspar dejó de hablar y me clavó la mirada. Sentí con claridad que sus ojos guiaban, empujaban y tiraban de algo indefinido dentro de mí. No podía zafarme de su mirada. Su concentración era tan intensa que hasta me provocó una sensación física; me sentí como si estuviera dentro de un horno. Y muy repentinamente me encon­tré mirando hacia dentro de mí. Era una sensación muy parecida a la de dejarse llevar por una distraída fantasía mental, pero con una diferencia muy extraña: yo tenía una intensa conciencia de mí mismo y una falta total de pensamientos. Supremamente consciente de mí mismo, yo miraba hacia la nada que existía dentro de mí.

Con un esfuerzo gigantesco, me arranqué de esa nada y me puse de pie. "¿Qué me está usted haciendo?"

"A veces eres absolutamente insoportable. Me enfurece el modo cómo desperdicias tu energía. Estabas justo en el sitio más ventajoso para hacerte recordar todo lo que quisieras ¿y qué es lo que haces? Lo desperdicias para preguntarme qué te estoy haciendo".

Me senté. Estaba realmente avergonzado. Don Gaspar sonrió. "Pero el ser cargoso y a veces inaguantable es tu mayor ventaja. ¿Porqué habría yo de quejarme?" Los dos estallamos en una fuerte carcajada. Era un chiste entre él y yo.

Años atrás, yo me había sentido profundamente conmovido y al mismo tiempo muy confuso por la tremenda dedicación que don Gaspar ponía en ayudarme. No lograba imaginar por qué me demostraba tanta bondad. Era evidente que yo no le hacía falta en absoluto; por lo tanto, no lo hacía por interés. Pero yo había aprendido, a través de las duras experiencias de la vida, que nada es gratis y, al no poder imaginar qué recompensa esperaba don Gaspar, me sentía muy intranquilo.

Un día le pregunté, sin más ni más y en tono, muy cínico, qué sacaba él de nuestra asociación. Dije que no había podido adivinarlo.
"Nada que tú puedas comprender".

Su respuesta me enojó. Le dije, furioso, que yo no era estúpido y que por lo menos él podía hacer el esfuer­zo de explicármelo.

"Bueno, déjame decirte tan sólo que, aunque podrías comprenderlo, lo seguro es que no te va a gustar. Verás, la verdad es que quiero ahorrarte eso". Mordí el anzuelo. Insistí en que me lo dijera.

"¿Estás seguro de que quieres saber la verdad?" Me preguntó, a sabiendas que yo jamás diría que no. Le contesté en tono cortante que por supuesto quería saber qué es lo que él se traía. Se echó a reír como si se tratara de un chiste; cuanto más reía, mayor era mi enfado. Le dije que no le veía nada de divertido a todo eso.

"A veces, es mejor no entrometerse con la verdad. La verdad, en este caso, es como un bloque de piedra al pie de un gran montón de cosas; digamos una piedra angular. Si la sacamos, tal vez no nos gusten los resultados. A lo mejor, el gran montón de cosas se viene abajo. Yo prefiero evitar eso". Volvió a reír. Sus ojos, brillando de picardía, pa­recían invitarme a seguir con el tema. Y yo insistí en sa­ber. Traté de mostrarme sereno, pero persistente.

"Bueno, si eso es lo que quieres... Primeramente, me gustaría decir que todo cuanto hago por ti es gratis. No tienes que pagar nada. Como tú bien lo sabes, he sido im­pecable contigo. Y mi impecabilidad contigo no es una inversión. No lo hago por interés. No te estoy preparan­do para que me cuides cuando esté demasiado viejo para cuidarme solo. Pero sí saco de nuestra relación algo de incalculable valor: una especie de recompensa por tratar impecablemente con esa piedra angular que he mencio­nado. Y lo que saco es justamente lo que quizá tú no vas a comprender o no te va a gustar".

"¡Dígamelo de una vez, don Gaspar!"

"Quiero que tengas bien en cuenta que te lo digo debido a tu insistencia. Si me juzgas por mi modo de ser contigo, tendrás que admitir que he sido un dechado de paciencia y consistencia. Pero lo que tú no sabes es que, para lograr eso, he tenido que luchar como nunca he luchado en mi vida. A fin de estar contigo, he tenido que transformarme diariamente, conteniéndome a base de penosísimos esfuerzos". Don Gaspar tuvo razón. No me gustó lo que decía. No quise quedar mal y traté de bromear.

"¿A poco va a usted a decir que soy inaguantable?" Dije y mi voz me sonó asombrosamente forzada.

"Claro que eres inaguantable. Eres mezquino, caprichoso, porfiado, domi­nante y vanidoso. Eres malgeniado, tedioso y desagrade­cido; tienes una inagotable capacidad para los vicios. Y lo peor: tienes una idea muy exaltada de ti mismo, sin nada con qué respaldarla. Podría decir, con toda sinceridad, que tu sola presencia me da ganas de vomitar".

Quise enojarme. Quise protestar, quejarme de que él no tenía derecho a hablarme de ese modo. Pero no pude pronunciar una sola palabra. Estaba destrozado. Me sentí aturdido. Mi expresión debió ser muy notable, pues don Gaspar estalló en tal carcajada que pareció estar a punto de ahogarse.

"Te advertí que ni te iba a gustar ni lo ibas a en­tender. Las razones del mescalero son muy simples, pero de extremada finura. Rara vez tiene el mescale­ro la oportunidad de ser genuinamente impecable pese a sus sentimientos básicos. Tú me has dado tal inigualable oportunidad. El acto de dar, libre e impecablemente, me rejuvenece, renueva en mí la idea de lo maravilloso. Lo que obtengo de nuestra relación es en verdad algo de tan incalculable valor para mí que estoy irremediablemente endeudado contigo".

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