viernes, 17 de abril de 2009

Reunión

Al oír aquello, encontré en la cara de los demás un odio tremendo hacia mí. Me puse de pie. Había un vacío en mi estómago y me tambaleé bajo el impacto de lo que había dicho la mescalera. Las voces de los mescaleros entraban en mi pensamiento a manera de reproche: señalaban que posiblemente yo era un enviado involuntario que no me daba plena cuenta del alcance de mis acciones. Añadieron que simplemente no podían creer que yo estaba consciente de que se me había dejado la tarea de malencaminarlos. Sentían que en verdad yo no me daba cuenta de que los estaba llevando a la destrucción, y sin embargo eso era exactamente lo que yo hacía: no era un naualli. La tarea que se les designó y que debían cumplir consistía en cruzar el puente mediante su propio poder; y la mía era impedirlo.

Era por eso que ellos estaban enojados conmigo, y era también por lo que la mescalera había planeado aquellos encuentros inverosímiles para que yo pudiera recordar y así soltara la verdad de lo que había sucedido en un acto que para mí, jamás había vivido. Yo no recordaba absolutamente nada. Antes de saber esto, había estado plenamente convencido de que podía contar con la ayuda de los mescaleros bajo cualquier circunstancia. Pero ahora entendía su repentina indiferencia a mis llamados.

Me sentí traicionado. Pensé que sería perfectamente apropiado hacerles conocer mis sentimientos, pero un sentido de sobriedad llegó a mi rescate. En vez de eso, les dije que yo había llegado a la conclusión imparcial de que, como mescalero, don Gaspar había cambiado el curso de mi vida, para bien.

Yo había sopesado una y otra vez lo que él había hecho conmigo y la conclusión siempre fue la misma: don Gaspar me trajo la libertad. La libertad era todo lo que yo conocía, y eso era todo lo que yo ofrecía a quien fuera el que se acercase a mí.

Juanito Mescalero tuvo un gesto de solidaridad conmigo. Exhortó a las mujeres a que abandonasen su animosidad. Me miró con el gesto de alguien que no puede comprender pero que quiere hacerlo. Luego Pablo dijo que yo ya no formaba parte de ellos, que en verdad era un pájaro solitario. Ellos me habían necesitado por un momento para romper sus linderos de afecto y de rutina. Ahora que eran libres, no tenían más barreras. Quedarse conmigo indudablemente sería agradable, pero igual sería un peligro mortal para ellos.

Efraín parecía hallarse profundamente conmovido. Vino a mi lado y puso su mano sobre mi hombro. Dijo que tenía la sensación de que ya nunca más volveríamos a vernos sobre la faz de esta tierra. Lamentaba que fuésemos a separarnos como gente mezquina: riñendo, quejándonos, acusándonos. Me dijo que hablando en nombre de los demás, pero no en el suyo propio, me iba a pedir que me fuera, puesto que ya no había más posibilidades de continuar juntos.

Don Gaspar me había enseñado a aceptar mi suerte humildemente. El destino de un mescalero es inalterable: El desafío consiste en cuán lejos puede uno llegar dentro de esos rígidos confines y qué tan impecable puede uno ser.

Si hay obstáculos en su camino, el mescalero intenta, impecablemente, superarlos. Si encuentra dolor y privaciones insoportables en su sendero, el mescalero llora, sabiendo que todas sus lágrimas puestas juntas no cambiarían un milímetro la línea de su destino.

Mi decisión original de dejar que el poder señalara nuestro paso siguiente había sido correcta. Caminé hacia la puerta. Los otros me dieron la espalda. La mescalera fue a mi lado y me dijo, como si nada hubiese ocurrido, que yo debía dejarlos allí y que ella me buscaría y se uniría a mí después. Quise replicar que yo no veía ninguna razón para que se reuniera conmigo. Ella misma había elegido unirse a los demás. La mescalera pareció leer en mí el sentimiento que yo tenía de haber sido traicionado. Calmadamente me aseguró que como mescaleros ella y yo teníamos que cumplir juntos nuestro destino, a pesar de ser tan mezquinos.

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