sábado, 16 de febrero de 2008

En los extraños confines de lo desconocido

Tardé una hora aproximadamente para salir de casa y hacer caso a un pequeño llamado. Un llamado muy peculiar: Escuchaba la voz de mi benefactor a lo lejos, como un grito desesperado. Pensé que mi mente evocaba la voz de don Gaspar de esa manera, porque en realidad no era la de él, sino la mía: era yo el que estaba desesperado.

Antes de salir a la calle, fui directo a la caja que está detrás de mis enciclopedias; tomé el último sobrecito de Kuuxum. Lo coloqué en mi pipa y lo fumé. Recordé que aquel kuuxum era para un caso extremo. Entonces, salí a la calle, y me di cuenta que no era la calle de mi colonia. Repentinamente viré para regresar a la casa, pero ya no estaba. Ahora estaba frente a una maleza de dos metros de altura. Ya de frente, estaba en una vereda que se dirigía hacia una loma. Ahí me esperaba un bulto que no lograba distinguir. Caminé hacia él, y me di cuenta que era don Celestino. Me sorprendí sobremanera, porque no me saludó, sólo me señaló que lo siguiera sin hacer ninguna pregunta. El sol estaba en su cenit, y miré todo el paraje, al llegar a la loma; vi que todo el terreno estaba completamente cubierto de maleza. A lo lejos se veían árboles, y un río.

Al bajar de aquella loma caminamos hacia el río, para después encontramos en un pueblo. Un pueblo indígena, y no contemporáneo, un pueblo prehispánico. Había gente transitando y una que otra nos miraba desde los edificios de piedra. Don Celestino se detuvo y me indicó sentarme en una piedra labrada. Los nativos del lugar no parecían interesarse por mi presencia de hecho, caminaban como si don Celestino y yo, fuésemos algo tan cotidiano.

Estaba tan estupefacto por esta visión que de repente escuché la voz de don Gaspar detrás de mí. “El logro supremo de los seres humanos es alcanzar un nivel de atención y al mismo tiempo retener la fuerza de la vida, sin convertirse en una conciencia incorpórea que se mueve como un punto vacilante de luz hacia el pico del ave para ser devorado.”

Cuando viré, no era realmente don Gaspar, era un muchacho nativo del lugar. Sin embargo la voz de don Gaspar era exactamente la misma. Me dijo que no temiera, que para poder conversar conmigo, tuvo que hacer algo tan ficticio pero que los mescaleros pueden realizar: la transmigración. Mientras estuve escuchando la explicación de don Gaspar, perdí totalmente de vista todo lo que me rodeaba. Indudablemente, don Celestino se había ido, pues no aparecía por ningún lado. Me sorprendí al darme cuenta de que yo estaba acuclillado en la piedra labrada, con don Gaspar también en cuclillas a mi lado. Me tenía agarrado, muy a la ligera, de los hombros. Me recosté en la roca y cerré los ojos. Había una suave brisa que soplaba del oeste.

“No te duermas. Por ningún moti­vo debes quedarte dormido en esta roca.” Entonces, me senté. Don Gaspar me miraba con fijeza. “Descansa y no pienses en nada Deja que se extinga tu diálogo interno.”

Usé toda mi concentración para cumplir lo que me pedía, pero una sacudida me hizo volver al nivel de los pensamientos. Al principio no supe lo que era; pensé que acaso me atacaba la desconfianza. Y en ese instante me di cuenta, como si recibiera una descarga eléctrica, que estaba muy entrada la tarde.

Me incorporé de un salto, plenamente consciente de la incongruencia, aunque no podía concebir lo que me había ocurrido. Sentí una extraña sensación que me impulsaba a correr. Don Gaspar me saltó encima, detenién­dome a la fuerza. Caímos al suelo, y ahí me retuvo con mano de hierro. Mi cuerpo se sacudió con violencia. Mientras tembla­ban, mis brazos parecían volar en todas direcciones. Me estaba dando algo como un ataque epiléptico. Sin em­bargo, un pedazo de mí estaba separado al grado de quedar fascinado viendo a mi cuerpo vibrar, torcerse y sacudirse. Finalmente, los espasmos se extinguieron y don Gaspar me soltó. El esfuerzo lo había agotado. Recomen­dó que volviéramos a sentarnos y nos quedáramos ahí hasta que me sintiera bien.

Una vez que nos sentamos no pude contenerme de hacer mi pregunta de siempre: ¿qué me pasó? Me dijo que mientras me hablaba, yo salí corriendo asustado por no creer acerca de la transmigración.

“Te agarré justo a tiempo. De otra forma hubieras acabado en un estado de conciencia normal.” Yo estaba totalmente confundido. Me explicó que los dos estuvimos manejando el resplandor de la con­ciencia, y que eso indudablemente me asustó.

"Tanto Celestino como Goyo, en su tiempo de aprendiz, fueron forzados sin misericordia a entrar en lo desconocido. En algunos aspectos, Celestino y Goyo son muy parecidos a los antiguos videntes. Saben lo que pueden hacer, pero no les interesa saber cómo lo hacen. Hoy, Celestino aprovechó la oportunidad para empujar el resplandor de tu conciencia y es así como todos acabamos en los extraños confines de lo desconocido.”

Le rogué que me dijera lo que me había ocurrido. “Eso tendrás que recordarlo tú mismo.”
Estaba tan convencido de que era la voz del ver que no me asombré en lo más mínimo. Ni siquiera obedecí el impulso de volverme.

“Soy la voz del ver y te digo que eres un pinche pendejo.” volvió a hablar la voz y se rió. Me volví. Don Celestino estaba sentado detrás de mí. Me sorprendí tanto que me reí quizás un poco más histéri­camente que ellos.

“Ya está oscureciendo. Hoy por la mañana, ahorita ya comienza la fiesta y nos va a ir muy bien aquí.”

Don Gaspar intervino y dijo que ya deberíamos parar, porque yo era el tipo de simplón que podría morirse de miedo. “No es cierto.” “Mejor pregúntale. El mismo te dirá que es tan simplón que es pendejo.” “¿A poco eres un pendejo?” Me preguntó don Celestino frunciendo el ceño. No le contesté. Y eso hizo que se doblaran de risa. “Ya se atragantó. Jamás admitirá que es un pendejo. Tiene demasiada importancia personal para hacer eso. Pero mira cómo le tiemblan las rodillas cuando piensa lo que le pueda ocurrir porque no confe­só que es un pendejo.”

Viéndolos reírse, quedé convencido de que sólo ellos podían reír con tanto gozo. Pero asimismo me convencí de que también eran maestros de la malicia. Siempre se andaban burlando de mí porque no actuaba como mescalero.

De inmediato, don Gaspar se dio cuenta de mis cavila­ciones. “No dejes que te monte la importancia personal. No eres de ninguna manera especial. Ninguno de nosotros lo somos. Nuestros benefactores agregaron años de felicidad a sus vidas riéndose de nosotros.

“Si yo fuera tú, me sentiría tan pinche, tan avergonzado que lloraría. Llora. Llora a tus anchas y te sentirás mejor.” Me dijo don Celestino. Para mi completo asombro, comencé a sollozar. Luego me enojé tanto que rugí con furia. Sólo entonces me sentí mejor.

Don Gaspar me sacudió del brazo. Me dijo que por lo general la furia da cordura, o que a veces el miedo, o el humor dan cordura. Mi naturaleza violenta hacía que la cordura me viniera a través de la furia. Agregó que me había debilitado debido a un cambio repentino en el resplandor de la conciencia. Ellos dos habían estado tratando de ayudarme por un largo rato. Aparentemente, don Celestino lo había logrado al hacerme rabiar…

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