jueves, 3 de septiembre de 2009

El final de una historia

Cómo puedes escribir inspirado en alguien que ni siquiera conoces. Es decir, sólo hay una imagen vaga en tu mente. Una imagen capturada como una fotografía percudida por los pensamientos nebulosos. Ni siquiera puede cobrar vida. No tienes el brillo de sus ojos. No tienes la risa cautivadora. No tienes esa voz melodiosa registrada en tu banco de datos mnemónicos para fingir un diálogo apasionado entre ella y tú. No tienes ningún elemento que la hace real en tu pequeña imaginación. Sólo tienes esa idea vaga de algún lugar desconocido donde aún no has investigado si existes. Cierras los ojos y sólo tienes su nombre. El nombre que musitas con fervor todas las noches, invocándola para que algún día se atraviese en tu camino y le de color a tu día.

Intentas dibujarla en tu mente, pero se atraviesan tantos pensamientos que terminas viendo las letras que forman una palabra: su nombre. Das vueltas en la cama. Te preguntas si realmente estás enamorado, o si estás obsesionado, un simple capricho que te juega el corazón. Repites las escenas eliminadas de toda la película y la pones en un solo cuadro: camina dándote la espalda. El perfil de su rostro es cubierto por su cabello. Su voz es confundida entre el ruido de la gente o de algún automóvil. No, no tienes nada. Ni siquiera el color de su piel o su suavidad. El olor de su cabello. Su animosidad. Y te pregunto, tantas ganas tienes de componerle unos versos o una larga prosa que exprese tu efusividad, para qué, si ni siquiera sabes quién es. Si te odia, si le eres desagradable. Sabes que tu patética existencia le es indiferente.

Pero hoy la vi. Sí, la vi a pesar de estar encerrado en mi lectura. Intentaba condensar la información para distribuirla en mentes desidiosas, y ahí estaba, me habló con voz aguda, un saludo, nada más y se la llevó el viento. Y te dices, es una señal. ¿Un señal? Sí, la que tanto esperabas, la típica señal que te indica abandonar la búsqueda
.

Y dejé de escribir…

Me acomodé en el respaldo de mi asiento, con las manos en la nuca, pensando hasta dónde había llegado. Mi vida había saltado a un nuevo ciclo. Ahora estaba delante contemplando mi sendero, mis huellas se iban perdiendo en la arena del tiempo que arrojaba el viento del pasado. Me preguntaba qué seguía ahora. Mi formación me daba cierto talante. Seguridad. Pero nada de eso garantizaba mi felicidad, sólo son defensas para poder sobrevivir. Entonces sopesé lo que había escrito, hasta donde había llegado, y me dije: hasta aquí podría llegar el fin de esta historia. Me troné todos los huesos y suspiré.

¿Qué queda por hacer? Ya llegará el momento. Pero mientras, en este nuevo ciclo, la soledad será más rigurosa. Miré hacia la ventana, el cielo se iluminaba. Los relámpagos cernían mi pensamiento y me preguntaba dónde habían quedado los truenos. Imprequé, cómo rayos no había perdido mejor los ojos, para ya no verla resplandecer. Para mejor sentir como gélidas sombras a todos los seres que conviven en mi pequeño mundo de ficción.

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