sábado, 17 de julio de 2010

Potencia adicional

Dilian se acercó a mi oreja, y en voz suave me preguntó si tenía miedo. Me di cuenta de que no era su voz, de repente aquella voz dulce había desaparecido; era una voz más excitante. Tras detectar esto, le dije que no, y lo cual era cierto. En ese momento, me enfrentaba con una de mis viejas reacciones, que se había manifestado incontables veces: una mezcla de curiosidad e indiferencia suicida.

Casi en un susurro, declaró que debía ser impecable conmigo y añadió que nuestro encuentro era crucial para ambos. Afirmó que el Naualli le había dado órdenes precisas y detalladas respecto de lo que tenía que hacer. Al oírla hablar, no pude evitar reír ante los tremendos esfuerzos que hacía por imitar a don Gaspar. Escuchaba cada una de sus frases y estaba en condiciones de predecir cuál iba a ser la siguiente.

De pronto, se quedó callada. Su rostro estaba a pocos centímetros del mío. Podía ver sus blancos dientes, brillantes en la penumbra. No era Dilian. Estaba sentado ante otra mujer hermosa y sensual. Me rodeó con los brazos y me atrajo hacia sí hasta tenerme encima suyo.

Tenía la mente muy clara, y sin embargo algo me arrastraba, más y más profundamente, al fondo de una suerte de pantano. Me experimentaba a mí mismo de una manera que no lograba concebir. Súbitamente comprendí que, de algún modo, hasta ese momento había estado sintiendo sus sentimientos. Ella era lo sorprendente. Ella era Rosaura. Me había hipnotizado con palabras. Era una mujer madura y fría. Y sus intenciones nada tenían que ver con la juventud ni con el vigor, a pesar de su fuerza y su vitalidad. ¿Rosaura había intentado la imagen de Dilian? O, ¿qué había ocurrido con aquella chica? Una sensación de alarma recorrió mi cuerpo. Quise salir corriendo. Pero parecía haber allí una fuerza extraordinaria que me retenía, privándome de toda posibilidad de movimiento. Estaba paralizado.

Debió de haber percibido mi impresión. De modo absolutamente imprevisto, se quitó el lazo que le sujetaba el pelo y, con un rápido movimiento, lo puso en torno de mi cuello. Sentí la presión del lazo en la piel, pero, por alguna razón, no creí que fuese real.

Don Gaspar siempre había insistido en que nuestro peor enemigo era la incapacidad para aceptar la realidad de aquello que nos ocurre. En ese momento, Rosaura me rodeaba la garganta con una suerte de nudo corredizo; entendí su intención. Pero a pesar de haberlo comprendido intelectualmente, mi cuerpo no reaccionó. Permanecía laxo, casi indiferente, ante lo que, según todos los indicios, era mi muerte.
Tuve conciencia del exceso de presión que ejercían sus brazos y hombros sobre el lazo al intentar ajustarlo alrededor de mi cuello. Me estaba estrangulando con gran fuerza y habilidad. Empecé a boquear. En sus ojos había un destello de locura. Fue en ese instante que me di cuenta de que pretendía matarme.

Don Gaspar había dicho que, cuando por fin uno entiende qué ocurre, suele ser demasiado tarde para retroceder. Afirmaba que siempre es el intelecto lo que nos embauca; recibe el mensaje en primer término, pero en vez de darle crédito y obrar en consecuencia, pierde el tiempo en discutirlo.

Entonces oí, o tal vez intuí, un chasquido en la base del cuello, exactamente detrás de la tráquea. Comprendí que me había quebrado el pescuezo. Sentí un zumbido en los ojos y luego un hormigueo. Mi audición era extraordinariamente clara. Tenía la seguridad de estar muriendo. Me repugnaba mi propia incapacidad para hacer nada en mi defensa. No podía siquiera mover un músculo para darle una patada. Ya no me era posible respirar. Todo mi cuerpo vibró, y en un instante estuve en pie y me vi libre, libre del apretón mortal. Miré la banca. Todo contribuía a hacerme pensar que estaba contemplando la escena desde el aire. Vi mi propio cuerpo, inmóvil y lánguido, encima del suyo. Vi el horror en sus ojos. Deseé permitirle que soltase el lazo. Tuve un acceso de ira por haber sido tan estúpido y le propiné un sonoro puñetazo en la frente. Chilló y se agarró la cabeza y perdió el conocimiento, pero antes de que ello sucediese tuve una fugaz vislumbre de un cuadro fantasmagórico. Vi a Rosaura despedida de la banca por la fuerza de mi golpe. La vi correr y acurrucarse como una niña asustada.

Luego tuve conciencia de una terrible dificultad para respirar. Me dolía el cuello. Tenía la garganta seca hasta el punto de que no podía tragar. Tardé bastante en reunir la fuerza necesaria para ponerme de pie. Entonces contemplé a Rosaura. Yacía inconsciente en el lecho. En su frente lucía una enorme hinchazón roja. Busqué un poco de agua y se la eché en el rostro. Cuando recobró el sentido la hice caminar, sosteniéndola por las axilas. Estaba empapada de sudor. Vomitó, y tuve la seguridad casi absoluta de que padecía una conmoción cerebral. Temblaba. La abracé, con el propósito de hacerla entrar en calor, pero se separó de mí bruscamente y se volvió de modo de enfrentar el viento. Me pidió que la dejase sola y dijo que un cambio en la dirección del viento sería un signo de que se iba a recuperar. Tomó mi mano en una suerte de apretón y aseveró que el destino nos había enfrentado.

"Creo que era de esperar que uno de los dos muriese esta noche".

"No seas necia. Aún no estás acabada", respondí; realmente, eso era lo que pensaba.

Algo hizo sentirme seguro de que se encontraba bien. Una extraordinaria indiferencia me había invadido. Sentía que ella me había dado, consciente o inconscientemente, una lección de suprema importancia. Bajo la horrenda presión de su tentativa de matarme, yo había actuado en su contra desde un nivel realmente inconcebible en circunstancias normales. Había estado a punto de ser estrangulado. Algún elemento de aquella su condenada habitación me había dejado absolutamente indefenso y, sin embargo, había logrado salir con bien. No alcanzaba a imaginar lo sucedido. Tal vez fuese cierto lo que don Gaspar siempre había sostenido: que todos poseemos un potencial adicional, algo que está allí, pero que rara vez alcanzamos a usar. Realmente, había golpeado a Rosaura desde una posición fantasma.

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