viernes, 15 de junio de 2007

Canción Mixteca

Decidí ausentarme un momento de todas mis rutinas y salir al mundo exterior para analizar mi vida. Realmente aún no comprendía el término de que yo era un moyote. Salir al techo de la casa a apreciar el horizonte, decidí suspenderlo, porque realmente me llenaba de nostalgia. Los breves encuentros con Malú, me hacían recapacitar y poner los pies en la tierra. Sin embargo, yo me entregaba al mal hábito de confundirme. Lo quiero ver de esa manera, porque no se me ocurre otro término, por el momento. Después de todo, don Pascual tenía la razón.

Había decidido ir a despejar mi mente por un momento en algún lugar de este mundo monótono. Para mí mala suerte, conocí a un anciano indigente en el parque de la Alameda. Se sentó conmigo porque no tenía con quién platicar. Tenía el cabello exageradamente blanco, al igual que su larga barba. El único problema de su presencia era que apestaba terriblemente. Se presentó como Gelasio, aunque admitió que su nombre no le agradaba en lo más mínimo.

Mi ánimo, en ese momento, me impedía entablar una plática, pero de repente me entró curiosidad, porque el anciano comenzó a hablar de sus sueños y pesadillas. Sinceramente soy de los que creen que en los sueños se revelan muchas eventos del porvenir.

El anciano me hizo pasar un rato agradable con sus historias. Era un hombre que al parecer quería desahogar tantas experiencias con alguien. Un momento después, se quedó apreciando a unos niños que jugaban en el pasamanos. Experimenté un sentimiento extremadamente agradable de paz y satisfacción, al apreciar también a aquellos niños; el mundo en aquel momento parecía en calma. La quietud era exquisita y al mismo tiempo enervante.

Me hallé extraño al silencio que regía en ese momento. Así que traté de hablar, pero Gelasio me calló. Tras un rato, la tranquilidad del sitio afectó mi estado de ánimo. Me puse a pensar en mi vida y en mi historia personal, y experimenté una familiar sensación de tristeza y remordimiento. Le dije al anciano que ya no soportaba estar en Chetumal, que quería largarme a otro lugar que me hiciera sentir por unos momentos distinto; que me hiciera olvidar de todas mis rutinas, porque presentía que mi espíritu había sido deformado por las circunstancias de mi vida.

Se rió. Dijo que yo era un hombre. Y como cualquier hombre, merecía todo lo que era la suerte de los hombres: alegría, dolor, tristeza y lucha.

"La naturaleza de nuestros actos carecen de importancia siempre y cuando actuemos como un mescalero". Recordé.

Casi en un susurro, me dijo que si en verdad sentía yo que mi espíritu estaba deformado, simplemente debía componerlo, ya sea purificarlo, hacer­lo perfecto, porque en toda nuestra vida no había otra tarea más digna de proponerse. Sino arreglamos el espíritu, es como buscar la muerte, y eso era igual que no buscar nada, pues la muerte nos iba a alcanzar de cualquier manera. Eso me hizo recordar otra frase que tenía en lo más recóndito de mi memoria: "Buscar la perfección del espíritu del mescalero es la única tarea digna de nuestra hombría".

Aquellas palabras actuaron como un catalizador. Sentí el peso de mis acciones pasadas como una carga inso­portable y estorbosa. Admití que no había esperanza para mí. Empecé a llorar, hablando de mi vida. Dije que me había encerrado al dolor y a la tristeza, excepto en ciertas ocasiones en las que me percataba de mi soledad y de mi impotencia.

"Te sientes como una hoja al viento, ¿no?"

Asentí. No sé, pero así me sentía exactamente. El anciano parecía compenetrado de mis sentimientos. Dijo que mi estado de ánimo le recordaba una canción y empezó a can­tarla en tono bajo; su voz cantante era muy agradable y la letra me arrebató: "Qué lejos estoy del suelo donde he nacido. Inmensa nostalgia invade mi pensamiento. Al verme tan solo y triste cual hoja al viento, quisiera llorar, quisiera morir de sen­timiento".

Dije que las circunstancias de mi vida habían sido, a veces, devastadoras. Él escuchó con atención, pero no pude saber si sólo lo hacía por amabilidad, o si estaba genuinamente preocupado, hasta que lo sor­prendí tratando de esconder una sonrisa.

"Por mucho que te guste compadecerte a ti mis­mo, tienes que cambiar eso. No encaja con tu personalidad".

Rió y cantó nuevamente la canción, pero contor­sionando la entonación de ciertas palabras; el resul­tado fue un lamento risible. Señaló que el motivo de que me gustara la canción era que en mi propia vida yo no había hecho sino lamentarme y hallar defectos en todo. No pude discutir con él. Estaba en lo cierto. Sin embargo, yo creía tener motivos suficientes para justificar mi sentimiento de ser como una hoja al viento.

El anciano bostezó, se levantó de la banca y se rascó la cabeza. Por un momento no sentí el factor de asco; me pareció indeferente. Al verlo alejarse con su costal. Me vino a la mente un pequeño recuerdo con Loreto.

"Lo más difícil en este mundo es adoptar el áni­mo de un mescalero. De nada sirve estar triste y quejarse y sentirse justificado de hacerlo, cre­yendo que alguien nos está siempre haciendo algo. Nadie le está haciendo nada a nadie, mucho menos a un mescalero. Tú estás aquí, conmigo, porque quieres estar aquí. Ya deberías haber asumido la responsabilidad com­pleta, y la idea de que estás a merced del viento de­bería ser inadmisible".

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